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María Arias puso sus cuadernos en su mochila, tomó una banana para compartir con su hermano y su hermana y se encaminó hacia su escuela secundaria a través de calles estrechas y tan violentas que los taxis no se aventuran por este barrio, no importa lo que les paguen. Esperaba que al menos uno de sus profesores fuese a clase.

Pero la clase de Arte de las 7 de la mañana fue suspendida luego de que el profesor se reportase enfermo. La de Historia había sido cancelada. No hubo clase de Gimnasia porque el profesor fue asesinado a tiros pocos días antes. Por la tarde, el profesor de Español recogió las tareas que había asignado y envió a los chicos a sus casas para acatar un toque de queda impuesto por las pandillas.

«Te sientes atrapada», dijo la niña de 14 años, con los labios pintados de rosado, sentada a la sombra de un mango en la entrada de la escuela. «Tú esperas, y esperas y esperas para horas. Pero hay que venir para salir de aquí».

La creciente crisis económica y los altos índices de delincuencia están haciendo añicos el  sistema educativo del país, privando a estudiantes como María de su única posibilidad de aspirar a una vida mejor. Oficialmente, Venezuela ha cancelado 16 días escolares desde diciembre, incluidas las clases de los viernes, por la crisis energética.

En realidad, sin embargo, los niños venezolanos se pierden un 40% de las clases, según calcula un grupo de padres, y aproximadamente una tercera parte de los maestros no van a trabajar un día a la semana para hacer colas en los supermercados en busca de comida. En la escuela de María tantos alumnos se han desmayado de hambre que los directores les dicen a los padres que los dejen en sus casas si no han comido. Y si bien las escuelas cierran con llave sus puertas todas las mañanas, ladrones armados, a menudo adolescentes, se las ingenian para ingresar y robar a los alumnos en los recreos.

«Este país ha abandonado a sus niños. Las consecuencias van a ser gravísimas. No se verá inmediatamente, sino a futuro, y esto no es recuperable», afirmó la portavoz del Movimiento de Padres Organizados Adelba Taffin.

Venezuela es un país joven. Más de una tercera parte de la población es menor de 15 años y hasta hace poco las escuelas eran de las mejores de América del Sur. El finado presidente Hugo Chávez hizo de la educación una de las piedras fundamentales de su revolución socialista y usó la riqueza derivada a un boom petrolero para capacitar maestros y distribuir computadoras portátiles gratis. Incluso renovó la escuela de María, que da clases a 1.700 estudiantes, e instaló una nueva cafetería.

En pocos años, todo ese progreso quedó en la nada. Una caída de los precios del petróleo combinada con años de mal manejo de la economía ha causado estragos. La tasa de deserción escolar se duplicó, más de una cuarta parte de los adolescentes no está matriculada y no hay suficientes maestros, pues muchos se han ido del país.

Conversadora y tan estudiosa que sus compañeras le dicen «Wikipedia», María empezó el año soñando recibirse de contadora y vivir en París. Sus padres ahorraron para comprarle 12 cuadernos nuevos, uno para cada materia. Nueve meses después, muchas páginas siguen en blanco.

Su profesora de contabilidad se ausentó hace poco una semana y media. Al regresar una tarde, Betty Cubillán se limitó a corregir tareas. María usó el teléfono de una compañera como calculadora para tratar de averiguar por qué sus respuestas tenían tantos ceros, mientras sus compañeras posaban sus cabezas en sus escritorios.

Cubillán dice que va a clases lo más que puede al tiempo que trata de salir adelante con el equivalente a 30 dólares al mes.

«Si no hago la cola, no tengo para comer«, preguntó la profesora.

Hasta un 40% de los profesores se ausentan periódicamente para hacer colas para comprar alimentos, de acuerdo con la Federación de Maestros de Venezuela. La directora de la escuela solicitó a los supermercados de la zona que les permitan a los profesores no hacer la cola. Y ha castigado a profesores por dar buenas notas a cambio de cosas como leche y harina.

El portón de metal de la única entrada de la escuela hace que parezca que está en una prisión. Pero los estudiantes parecen satisfechos de la medida de protección. Una tarde reciente decenas de chicos esperaron pacientemente que un empleado de la escuela encontrase la llave de la puerta.

Los ladrones, no obstante, consiguen entrar de algún modo y los estudiantes se delatan entre ellos mismos, señalando hacia quienes tienen cosas valiosas para que los dejen a ellos tranquilos. María fue asaltada una vez por un chico tan joven que pensó que era un compañero de clase de su hermana de 15 años. Le puso un revólver en las costillas a su hermana y le pidió que le diese su teléfono.

Los propios compañeros pueden representar un peligro. Un día un muchacho roció un aula con gasolina, con la intención de incendiar el edificio. El olor era tan fuerte que María se mareó.

«Tengo el corazón en la boca», afirmó. «Esto tenía que ser seguro porque es una escuela, y no lo es».




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