Milagros Socorro

Solo los muy pueriles creyeron que Bolívar y Morillo habían pautado un encuentro para intercambiar cuitas o hablar de béisbol; y solo los muy tontos, esos que siempre se las dan de vivos, se pusieron a decir que el uno y el otro iban a “entregar” la guerra.

Al país le resuena el nombre de la población de Santa Ana, en el municipio Pampán, estado Trujillo, porque ahí está, desde hace más de un siglo, el monumento conmemorativo al abrazo de Bolívar y Morillo, jefes máximos de los respectivos bandos de la Independencia, tras suscribir el Tratado de Regularización de la Guerra. El histórico evento es importante no solo para nosotros, venezolanos, sino que suele aludírsele como el principal antecedente del Derecho Internacional Humanitario actual.

En noviembre de 1820 tuvo lugar en Santa Ana el encuentro entre Simón Bolívar y Pablo Morillo, logrado tras muchas diligencias. No era cosa fácil, puesto que se trataba de la coincidencia de los generales en cuyo liderazgo recaían unas hostilidades que ya habían causado muchas muertes, desolación y encono. Tanto Bolívar como Morillo se condujeron como caballeros. Ninguno llegó a Santa Ana en medio de un vocerío de insultos o amenazas y ninguno trató de humillar al otro posponiendo la cita, ni mucho menos llegar a ella rodeado de malandros. Se respetaban mutuamente. Desde luego, habían llegado a la cita de Santa Ana porque al rey de España no le había quedado más remedio. Por eso mandó a Morillo a negociar.

La Gaceta de Caracas, prensa de la época, reseñó con admirable madurez la cumbre de Santa Ana, atribuyéndole la capacidad “tal vez, [de] arreglar un armisticio que venga á ser el preliminar de una venturosa paz”. Pero es evidente que no faltaron los detractores del diálogo, guerreros del teclado del siglo XIX, puesto que, según recogió Perú de Lacroix, el propio Libertador les respondió a los valientes de poltrona en estos términos: “¡Qué mal han comprendido y juzgado algunas personas aquella célebre entrevista! Unos, no han visto por mi parte ninguna mira política, ningún medio diplomático, y sólo la negligencia y la vanidad de un necio; otros, sólo la han atribuido a mi amor propio, al orgullo y a la intención de hacer la paz a cualquier precio y condiciones que impusiera España. ¡Qué tontos o qué malvados son! Jamás, al contrario, durante todo el curso de mi vida pública, he desplegado más política, más ardid diplomático que en aquella importante ocasión…”.

De los tratados de Santa Ana salió derogada la Guerra a Muerte y se acordó una tregua de seis meses. Ganaron los pueblos, castigados por la guerra. “Tratado santo”, lo llamó Bolívar, “humano y político que ponía fin a aquella horrible carnicería de matar a los vencidos, de no hacer prisioneros de guerra”. Solo los muy pueriles creyeron que Bolívar y Morillo habían pautado un encuentro para intercambiar cuitas o hablar de béisbol; y solo los muy tontos, esos que siempre se las dan de vivos, se pusieron a decir que el uno y el otro iban a “entregar” la guerra… como si la fortuna y el ingreso a la gloria de cada uno no dependía de imponerse en las hostilidades y salir victorioso. Bolívar y su ejército eran los retadores, los rebeldes, si Morillo y la Corona aceptaron concurrir, más aún, solicitaron la entrevista, era porque, como bien apuntó Bolívar, “ya lo había vencido en todas mis operaciones militares”.

Durante todo el siglo XX se recordó el abrazo de Santa Ana como cúspide de habilidad política y grandeza con el adversario (cuando ya se le ha puesto a pedir cacao). El diálogo fue siempre un valor, parte del patrimonio simbólico nacional… hasta el día que llegó Chávez al poder. Exactamente hasta el 2 de febrero de 1999, fecha de la toma de posesión de la Presidencia, cuando promulgó el decreto de convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, que debía ser “discutir” un nuevo texto constitucional en seis meses.

La realidad es que no se discutió nada. Los flamantes constituyentes, elegidos mediante un ardid canallesco y a todas luces fraudulento (el kino de Chávez) se limitaron a poner su firma en la constitución que Chávez les repartió. Sin ningún pudor, el Ejecutivo divulgó que por su deseo el país cambiaría de nombre y los militares activos tendrían derecho al voto, entre otras cosas; y, claro, todo quedó consagrado en una Constitución redactada en el comando central del MVR, para configurar una revolución, una dictadura, cuyo principal rasgo ha sido la negación del otro.

Desde el primer momento, Chávez dictaminó que la Asamblea Nacional, como por su capricho se renombró al Congreso, sería una coral que repetiría sus consignas (cuando no cantaran sus alabanzas). El parlamento perdería su naturaleza, cual es el debate, la exposición de las expectativas de los diferentes sectores y regiones que componen el país. Chávez determinó que gobernaría sin mediaciones entre el pueblo y él. Él encarnaría la voluntad general, que, claro, siempre era la suya. Jamás hay un mínimo atisbo de diferencia entre la voluntad del pueblo y la del dictador

–La de 1999 –escribió Joaquín Marta Sosa- es más una Constitución para ejercer el poder y excluir tanto como sea posible a las fuerzas y propuestas adversarias, para marcar linderos y diferencias antes que de espacios comunes o de consensos posibles.

Lo que siguió fueron años de opresión a la disidencia y de franca negativa de Chávez a admitir la sola existencia de los otros. “Ahí lo que hay es la nada”, dijo en junio de 2012 cuando le preguntaron si iría al debate que le proponía Capriles. “Lo que tengo enfrente es la nada”.

Así se pulverizó el espíritu de Santa Ana. Con el mismo puñetazo que abatió la democracia en Venezuela. El país aceptó que el “diálogo” del chavismo era por televisión y con un gorila hablando solo. Ahora, cuando los hechos les demuestran que, como el rey de España, están derrotados y van de salida, piden diálogo. Entonces la sociedad, deformada por casi dos décadas de chavismo, sospecha del diálogo. Teme oír su propia voz.




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