Perkins Rochas

@PerkinsRocha
El pasado lunes despertamos con un país extraño, con una agitada calma posterior a un fuerte aguacero, pero con el cielo aun gris oscuro, esta vez en el orden institucional. Con un Presidente en situación constitucional de abandono, que decide diferir por tercera vez lo que consideraba al año pasado inaplazable (la salida del billete de 100 bolívares) y al mismo tiempo nos comunica que en su gobierno «ha bajado la pobreza»; un Vice-Presidente constitucionalmente como Presidente interino de hecho -como consecuencia de aquella declaratoria formal- sin querer ejercer el cargo; un Tribunal Supremo de Justicia, asumiendo inusuales funciones administrativas y no jurisdiccionales, tales como oír y luego -entiendo lo hará- aprobar un informe de gestión presidencial, tarea para lo que es absolutamente incompetente; y una Asamblea Nacional (AN), órgano de eminente naturaleza política, evadiendo su responsabilidad de ejecutar su trascendental decisión de haber declarado por primera vez -desde que esta figura entró dentro de nuestras reales posibilidades- el abandono del cargo a un Presidente en ejercicio, mediante la ejecución de una orden dirigida al Consejo Nacional Electoral (CNE) de que proceda a llamar a una nueva elección presidencial dentro del plazo «(…) de los treinta días consecutivos siguientes (…)», tal como ordena se haga el artículo 233 constitucional, después que ella ha declarado el abandono del cargo.
En pocas palabras, amanecemos frente a un país con una institucionalidad vacía, desprestigiada y sin autoridad para hacer lo que ordenan los mandatos que juraron cumplir bien y fielmente, manteniendo una dinámica ficticia y a ratos hipócrita del hecho público, pues por un lado, el Sr. Maduro, que ya no es constitucionalmente Presidente, se dirige a un forzado auditorio de no más de 800 personas, poco representativos de las mayorías del país, integrados por sus funcionarios ministeriales, cónyuges y demás allegados directos, a rendir su informe de gestión -sin incluir entre sus logros el no haber hecho nada efectivo para impedir las casi treinta mil muertes violentas de venezolanos a manos del hampa durante el 2016- y por otro lado, la Asamblea Nacional, electa hace un año con una mayoría calificada innegable y con la mayor legitimidad que pocos órganos asamblearios tuvieron antes, absteniéndose de completar la ejecución de sus actos, omitiendo su papel político absolutamente legítimo, de precipitar otras decisiones políticas que la sociedad civil en su gran mayoría espera se hagan.
¿Que pueden los ciudadanos pensantes de este país, los que han decidido no huir a otros destinos, hacer frente a este estado de cosas que solo perfilan un mayor nivel de deterioro?; ¿estaremos condenados irremediablemente a presenciar el hundimiento de la nación y con ella, la muerte por hambre y violencia de nuestros semejantes, creyendo que vamos a sobrevivirle, porque nunca la fatalidad social tocara nuestra puerta?
Parece que el problema no nos lo resolverán nuestros representantes políticos, pues ellos no supieron desatar el nudo gordiano creado por el chavismo, mediante sus instituciones acólitas (TSJ, CNE, Fiscalía, etc.) para impedir las salidas democráticas. Parece que las salidas a este grave problema republicano, regresa nuevamente al ciudadano común y corriente, quien debe recuperar la confianza en su poder individual para aportar una o dos cosas realizables, no más. Una enorme ola -calificada por muchos como un tsunami social- se cierne sobre nuestro país. El ciudadano debe estar preparado ética y moralmente para soportarla. El efecto expansivo de esa ola, seguro se llevara no solo al gobierno, sino también a varios factores de la oposición. Quedaremos solos con los restos del país, obligados a reconstruir la República, luego que cese tal colapso o fenómeno social. Para ese momento debemos tener claro el significado de la máxima de Santo Tomás: una ley o decisión injusta, venga de cualquier autoridad, es una ley o decisión que se opone al bien divino.




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