«¡Yo no tengo ganas de ir para allá, no quiero. Presiento algo!”. Las últimas palabras de una quinceañera embarazada, antes de salir de su casa a buscar los regalos que recibiría de una amiga, presagiaban la tragedia. Amandalís Bello Márquez fue la víctima de un engaño: una supuesta obra de caridad que terminó con su vida.

Lisbeth Márquez narró la manera perversa como se aprovecharon de su hija. El 17 de noviembre la muchacha se acercó a la Ciudad Hospitalaria ‘Dr. Enrique Tejera’ (CHET) para llevarle comida a su mamá, que cuidaba a otra de sus hijas, de 11 años, hospitalizada por problemas con el apéndice. De regreso, la madre decidió acompañar a Keila -como llamaban a Amandalís- hasta la parada de autobuses.

Durante la espera de la camioneta de pasajeros, la joven conoció a una mujer y conversó con ella. Ese encuentro marcaría la historia de los Bello Márquez, una familia humilde y con principios. Keila, la segunda de seis hermanos, era una destacada jugadora de kickingball. Ella quería mostrar el mejor de los ejemplos. Cuando se convirtió en madre soltera adolescente, decidió trabajar y encargarse de su hijo. Sus padres jamás le dieron la espalda.

El jueves 24 de noviembre, cerca de la 1:30 p.m., la inocencia de Keila se manifestó. Ella creyó las palabras de aquella mujer que le ofreció obsequios para su bebé. De regreso en el hospital, su mamá la vio alegre. “¡Ay mamá!, la muchacha de la parada me ofreció una cuna, un corral, un coche y unas cositas para la bebé”. El instinto de quien estaba por convertirse en abuela se activó. Le parecía extraña aquella acción generosa. “¡Me la ilusionó!”.

La quinceañera y la desconocida intercambiaron números de teléfonos para la supuesta entrega de las donaciones. “Mensajes y llamadas iban y venían. El teléfono siempre le sonaba, y era esa mujer que de manera insistente le preguntaba sobre ella y su barriga”.

Entre 10 y 15 mensajes diarios le enviaba Yenifer, la mujer de la parada. Si Keila no lograba responder, una llamada telefónica aparecía para preguntar por qué tardaba tanto. “Bueno, ¿cuál es la insistencia de esa mujer?”, le repetía constantemente Lisbeth a su hija. “Mamá, me está diciendo que si no busco los regalos los va a botar”.

Por la preocupación de su hija adolescente, Lisbeth decidió hablar con el dueño de un camión de mudanza, cliente del negocio de la familia. Una venta de lubricantes y reparación de neumáticos, atendida por la quinceañera.

El lunes 28 de noviembre, Keila recibió una llamada de Yenifer, quien le ofrecía de manera insistente artículos de bebés. Para sorpresa de la nueva amiga, esta vez no contestaría la adolescente sino su hermana mayor, Dayana.

-¡Aló!

-Barrigona ¿cuándo piensas venir? ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está la bebé?

-Yo no soy Keila.

Enseguida se colgó la llamada. Al día siguiente, los mensajes y llamadas eran aún más insistentes. Pasada las 2:30 p.m. del martes 29 de noviembre, Keila decidió almorzar rápido para ir a buscar los supuestos regalos.

La inocencia de Keila y su carencia fueron determinantes en su trágico desenlace. “Boba no vayas, no vayas, nadie te está obligando”, le aconsejaba la hermana; pero la necesidad era más fuerte. “¡Después de eso no vi más a mi hija!”.

Desde ese martes, las llamadas telefónicas de una madre desesperada no tuvieron respuesta.

Una amiga de la zona se acercó a la casa de la familia Bello Márquez el miércoles 30 de noviembre. Había recibido un mensaje de texto supuestamente enviado por Keila: “Mamá yo estoy bien, estoy en casa de Yenifer, estoy ayudándola a pintar y adornar, cuando termine me voy”. El remitente era desconocido para su parientes, la calma reinó durante unos días en el hogar.

Pesadillas, presagios y apariciones tomaron el alma de Lisbeth la madrugada del sábado. “Soñé a mi hija muerta, vi a la niña, tuve presentimientos”.

Como cada sábado, la abuela materna de la joven visitó la casa y preguntó: ¿Dónde está la niña?

Lisbeth llamó por teléfono a su hija mayor, Dayana. “Mamá ¿por qué usted no dijo nada?”.

Dayana se acercó a la vivienda de sus padres en el sector Pedro Camejo del municipio Libertador. Quería averiguar dónde estaba su hermana menor.

Lisbeth siempre tuvo la esperanza de encontrarla tal cual salió del hogar. Únicamente otra hermana, de 11 años, sabía la dirección de Yenifer: las invasiones 26 de Marzo, adyacentes a la estación de servicio San Luis.

Al llegar a la comunidad preguntaron a un hombre si conocía a Yenifer. El las llevó a una casa donde siete mujeres estaban reunidas. Ellas ya sabían sobre el hallazgo de un cuerpo sin vida en ese sector, con las manos atadas, heridas en la yugular y el abdomen.

Cuando Lisbeth mostró la cédula de identidad, el silencio se impuso. El terror la invadió. “Señora era ella, vaya a la morgue”.

El cadáver de Keila fue identificado el 4 de diciembre en la morgue de la CHET. Tenía signos de tortura, estaba maniatada y con una herida en su vientre. Pero la bebé no estaba.

Al parecer, Yenifer se la habría llevado al Hospital Central de Valencia. Dijo a las enfermeras que era su hija, pero cuando notaron que los restos de placenta que tenía en su cuerpo no eran recientes y que ella no mostraba signos de haber dado a luz, le ordenaron una prueba de ADN para cotejarlo con el de la niña. Yenifer no regresó. La bebé murió.

Yenifer fue detenida por los mismos vecinos, quienes llamaron a la Policía.

Armando Bello, el papá de la joven, está consternado. La memoria de su hija no se borrará. El mayor deseo de la estudiante de primer año de bachillerato era ser médico forense o funcionaria del Cuerpo de Investigaciones, Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc). “No hay palabras, solo quiero justicia”.

Los familiares de Keila recibieron su cuerpo cinco días después del hallazgo. Los resultados de las prueba de ADN determinaron coincidencias con la bebé que Yenifer llevó al hospital.

Keila no hizo caso a sus temores. Al ignorar sus miedos encontró la muerte. La suya y la de su hija.




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