A principios de este siglo recién se iniciaba, para desgracia de los venezolanos, la era chavista. Eran relativamente pocos los venezolanos que vislumbraban la tragedia que, como el caimán escondido en lo profundo del río de aguas turbias acecha al incauto becerro, los fallidos golpistas del “socialismo del siglo 21” llevarían al país a la ruina con la ayuda y dirección del régimen cubano. Historia ya sabida, así como la destrucción de la industria petrolera con el despido de quienes la habían llevado a figurar entre las mejores y más eficientes del mundo, la expropiación de fincas productoras de alimentos, y de todo lo que oliera a progreso y bienestar social. El nuevo régimen veía y oía las protestas incipientes de los descontentos como quien ve y oye los ladridos del perro encadenado y
bozaleado, sabedor de su impotencia y la inutilidad de sus intentos por romper las cadenas.

Por esa época tuvimos la oportunidad de visitar varias ciudades de España, en un viaje que se inició en su Valencia y concluyó en Madrid, y pudimos ver de cerca la situación de muchos migrantes, provenientes de algunos de sus antiguos territorios colonizados donde ya vivían en la pobreza a causa de sus gobiernos ineficientes, corruptos y despóticos. A los originarios de América del Sur, entre los cuales todavía no abundaban los venezolanos, los llamaban despectivamente “sudacas”. Sobrevivían en España trabajando en condiciones indignas y esclavizantes, mal pagados y peor remunerados.

A diferencia de los anglosajones, los españoles eran gente dispuesta a entablar conversaciones con desconocidos “entre cañas y tapas”, y no temían abordar cualquier tema, así fuera para ellos escabroso, como el mal trato que daban a quienes en esas tascas les atendían, generalmente “sudacas”. Por ello siempre me permitía recordarles a quienes me escuchaban el buen trato que en Venezuela habíamos dado a sus coterráneos cuando fue a ellos a quienes tocó emigrar a nuestro país, huyendo de la Guerra Civil que tantas muertes causó en la tierra de la cual una vez fuimos colonia. Como igualmente acogimos con hospitalidad y generosidad a quienes llegaron a tierras venezolanas desde los otros
países suramericanos, atraídos por la prosperidad y oportunidades de trabajo que les ofrecíamos cuando la tierra de Bolívar era tenida como un mundo próspero e influyente en el concierto de naciones del globo entero.

Pero tienen memoria corta los habitantes de los países que ahora se ven “obligados” a recibir a los millones de venezolanos que, a costa de grandes sacrificios y sufrimientos, se ven forzados a buscar entre ellos una vida mejor, con la alimentación, educación y atención médica que la dictadura no les da, ocupados como están los opresores en sustraer sumas inimaginables del tesoro público, bastante mermado ya por su rapiña, a sus cuentas bancarias en los paraísos fiscales de Europa y Asia.

Será imposible lograr que esos “venecos”, ya enraizados en esas tierras donde de mala gana han sido recibidos, regresen a sus terruños luego de restablecida la democracia y la decencia administrativa, y restablecida también la esperanza de prosperidad y bienestar que también nos han sido robadas por la satrapía madurista, pero al menos habrá que intentar que esos venezolanos repartidos por todo el mundo no sean vistos como los delincuentes que desdicen mucho de nuestro gentilicio, y que se han colado entre la gente honesta y trabajadora que busca fuera de nuestras fronteras lo que dentro de ellas
se les niega.




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