El intenso frío parecía pasear por Ventaquemada ante la indiferencia de todos. Ese domingo en la mañana nadie dormía, ni desayunaba en casa, o se preparaban para la misa. Ninguno de los vecinos estaba tranquilo ante los terribles acontecimientos acaecidos el día anterior. A la espera de lo que sucedería a continuación, se podía decir que los presentes en esa zona se dividían en tres grupos: Uno, el de los habitantes de la antigua venta, una parada casi obligatoria para los viajeros que se dirigían a Bogotá.
En una oportunidad fue incendiada por bandoleros, y reconstruida se quedó “Ventaquemada”. Otro grupo lo constituían las tropas patriotas triunfadoras de la gran batalla, que ya comenzaba a llamarse de Boyacá. Y el tercero, los españoles apresados luego de la derrota. Ese sábado siete de agosto el comandante Barreiros pretendió llegar a Bogotá, tomando la ruta del puente de Boyacá, para unirse al Virrey Sámano. Pero el general Bolívar detectó el movimiento y lanzó su ejército contra los realistas. Prisioneros quedaron muchos españoles que se entregaron al verse rodeados.
Bolívar venía un tanto serio, pero era evidente su satisfacción por el triunfo. En media hora saldría rumbo a Bogotá y ya tenía información que en la capital los españoles estaban de franca huida ante su inminente arribo. Se adelantó y quedó en el borde del corredor, un poco más alto que la plaza. Dejó correr la mirada por encima de las primeras filas donde estaban los oficiales realistas. De pronto el semblante del general cambió: Sus ojos se entrecerraron y el gesto de la boca se endureció, mientras señalaba con el dedo a un capitán de la tercera fila.
Ese vil hombre, había entrado en complicidad con los presos, dándoles armas para dominar a los pocos soldados patriotas que estaban allí. Bolívar era el responsable de la fortaleza y ante el mundo fue culpable de su pérdida, además de ser señalado por la caída de la Primera República. Allí estaba el sujeto, ahora capitán realista y comandante de la guarnición de Tocaima, Francisco Fernández Vignoni.
A una señal de su superior, el teniente Jaimes tomó un mecate, fue a la esquina de la casa, y lo lanzó a una viga que sostenía el alar. Al prisionero lo llevaron entre varios, amarraron sus manos a la espalda, y luego lo subieron a una pequeña mesa de madera. Alcanzó a decir algo de protección de Dios, antes de que un soldado pateara la mesa. El teniente Jaimes no vio la cara del ejecutado, y solo miró los pies que se agitaron, temblequearon y luego quedaron quietos. Para sus adentros se dijo: “Esto es lo que le espera a los traidores, sean del bando que sean. Un traidor es lo más despreciable, aquí y en todas partes”.