Cinco años sin Eugenio Montejo


(Foto Archivo)

Oscar Marcano

Eugenio Montejo, uno de los autores más representativos de la poesía venezolana del siglo XX, falleció el 5 de junio de 2008. Su obra, reconocida por “su hondura, su fineza en el lenguaje, por su sagacidad y horizontes meditativos, pero sobre todo por ese don tan suyo de sacralizar las cosas”, según el escritor Oscar Marcano, fue premiada con el Premio Nacional de Literatura de Venezuela en 1998 y el Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo en el año 2004. A propósito de conmemorarse el séptimo año de su fallecimiento, compartimos con los lectores distintos artículos relacionados con uno de los maestros de la poesía latinoamericana.

Este 5 de junio se cumplió un lustro de ausencia de nuestro Eugenio Montejo. Era un amante de las formas como nadie. Cuidadoso en todos los aspectos. Ajeno a disonancias. Generoso y sencillo. Pese a ser uno de los grandes de la lengua, su humildad lo acercaba al hombre común y este rasgo lo hacía aún más grande.

De su obra mucho se ha escrito. Mucho se escribirá. Por su hondura, su fineza en el lenguaje, por su sagacidad y horizontes meditativos, pero sobre todo por ese don tan suyo de sacralizar las cosas.

Sus observaciones conmovían. No hubo día en que no llegara con una imagen, un pensamiento o una breve historia. Y es que, como buen noctámbulo, todo cuanto llenaba sus alforjas era producto de las horas. De pronto sacaba su libretita, leía un apunte y, con infinita tersura, algo bello y hasta entonces arrinconado, se desperezaba en nosotros.

Una sola vez lo vi descompuesto. Fue una tarde en que bebíamos café. En la mesa de al lado una joven se reía de un modo estridente, grosero. Tanto, que dificultaba nuestro diálogo. Eugenio debió interrumpir varias veces lo que decía. La última vez volteó hacia ella un tanto malencarado, pero la chica, ajena por completo a modales y comedimientos, no se dio por enterada. Resignado, el colígrafo dijo casi para sí: “Pobre, Dios no le dio la gracia de la risa”.

Nunca olvidaré su inexpugnable recato (“En un viejo país desabrochado, yo iba de puerta en puerta mendigando la forma”) el cual, a mi ver, era el portentoso influjo de Aidós en el poeta. Su pudor y delicadeza me confirmaban y se lo dije, el ascendente de la deidad en él. Dice el Hipólito de Eurípides: “En la vega intocada, donde el pastor no se atreve a apacentar el rebaño, donde nunca irrumpió el hierro filoso, por donde solo pasa la abeja en su vuelo primaveral, ahí reina Aidós vertiendo el rocío del elemento puro”.

La gran experiencia con él fue la creación de Escribas, la cátedra que, junto a Adriano González León, fundáramos para estimular la apreciación literaria y la labor de los jóvenes escritores. Durante los almuerzos disfrutamos de su verbo y de sus experiencias en Lisboa, ciudad que amaba, Buenos Aires, Ciudad de México, y París, ciudad que no se le dio. Allí nos narró sus contentos y desencuentros. Fueron dos años gozosos hasta que partió Adriano en enero, al reencuentro de su niebla. Luego le siguió él, a vertebrarse en Manoa. Ambos, del modo más infausto: cuando el país más los necesitaba.

Si alguna vez fue cierto que la palabra refunda, fue con Eugenio Montejo. Iba de la hoja seca al banco de plaza, del bahareque al piso cincuenta del Ávila. Sus interlocutores, los árboles. Sus consentidos, los pájaros. Su novia, la muerte.

Al saber que nos mudábamos para una casa, nos regaló un arbolito. “Tú pasa en el carro y yo te lo bajo”, me dijo. “Es un joven cotoperí que duerme en el balcón”. En efecto, el pequeño bulto podía verse desde abajo. “Haz que lleve mucho sol”, me indicó. “Riégalo bien. Después lo plantamos tomándonos un lindo vino”.

Jamás completamos el protocolo. Se cruzó el destino. Pero su crío vegetal sigue a salvo, aguardando el día. Eugenio se fue y jamás quiso que supiéramos que se iba. Se marchó como vivió. Sin hacer ruido. En puntillas. (Tomado de Prodavinci)

Orfeo

Orfeo, lo que queda de él (si queda)

lo que aún puede cantar en la tierra,

¿a qué piedra, a cuál alma enternece?

Orfeo en la noche, en esta noche

(su lira, su grabador, su cassette),

¿Para quién mira, ausculta las estrellas?

Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),

la palabra de tanto destino,

¿quién la recibe ahora de rodillas?

Solo, con su perfil en mármol, pasa

por entre siglo tronchado y derruido

bajo la estatua rota de una afávula.

Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta, a todas las puertas. Aquí se queda,

aquí planta su casa y paga su condena

porque nosotros somos el Infierno.

(De su libro Muerte y Memoria)

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