(Foto Andrews Abreu)

Luis Alejandro Borrero || lborrero@el-carabobeno.com

Inclementes, los rayos del sol caen directo sobre sus cabezas. Quien puede se protege a sí mismo y a su bebé en brazos. Irse no es opción porque la cola valdrá la pena. Dos paquetes de leche en polvo y pañales desechables, el anhelo de las 365 personas que la mañana del viernes esperaba por un turno afuera del Kromi Market, en Valencia.


(Foto Andrews Abreu)

A las 9:40 am Emilio Gómez va saliendo del supermercado. Llevaba una hora y media en cola. Miraba detrás de él y se preguntaba: ¿Tengo que hacer esta cola de nuevo? En su mano izquierda cargaba dos bolsas: una con pañales y otra con leche. “Allí adentro tienen harina PAN, y que la van a sacar, ¿Ahora debo hacer cola otra vez?

El hombre, con cerca de 1.70 metros de altura, moreno y de torso grueso, parecía estar bien de salud. Pero no todo lo que aqueja se ve. “Yo no puedo andar tanto tiempo en esto, tengo un dolor tremendo en la espalda”.

Buscar productos es como su rutina casi obligada, aunque no le guste reconocerlo. Sale a diario a ver lo que puede encontrar. “Ojo, no soy bachaquero, pero me gusta que en la casa no falte nada, o sea, me gusta vivir bien”. Esa calidad de vida de la que habla tiene su precio.

El pastelito que desayunó le costó 90 bolívares. “Y uno, cuando es gordito, no se llena con uno solo. Tú sabes”. Hay que acompañarlo con el jugo: 50 bolívares más. Y eso sin empezar a hacer la cola. Un reto a la resistencia.

Rostros de desesperanza no escasean. Madres cargan como pueden con los productos y los bebés. Las señoras mayores fruncen el ceño por el calor. Los hombres gritan para que nadie se ‘colee’. La autoridad, un Guardia Nacional que custodia la puerta, sufre igual: se seca el sudor con un paño blanco y aprovecha para comerse una empanada.


(Foto Andrews Abreu)

Pasan en grupos pequeños. No hay garantía que la existencia no esté agotada, por lo que una vez dentro, los consumidores apuran el paso. Casi trotan para llegar al anaquel. Fuera del establecimiento espera un autobús cuyo colector grita a todo pulmón la ruta, o una de las 27 motos estacionadas y finalmente la gloria de haber resuelto el día.


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El botín de Emilio tuvo un costo de 400 bolívares. Los pañales no son para su hijo, que tiene 11 años, sino para su sobrina que tiene un bebé. Al momento de irse del supermercado, recuerda el dolor y decide agarrar un taxi. “De La Granja hasta mi casa, en Naguanagua, están cobrando 250 bolívares”.

En total y por una hora y media de cola Emilio gastó 790 bolívares. Eso representa el 23,36% de la quincena de alguien que gana salario mínimo, según el último aumento vigente. Es entonces cuando los honestos se vuelcan hacia lo informal, convirtiéndose en bachaqueros, o se obligan a sacrificar: “Yo empecé a estudiar docencia, pero lo dejé, porque qué va, no tiene sentido”.




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