Fabio Solano || solanofabio@hotmail.com

Esa noche la Luna inmensa, como un farol natural, ayudaba a iluminar los patios y pasillos. Por el nuevo cimiento romano se deslizaban las damas con sus largos y vistosos trajes. Guantes largos y peinetas con esmeraldas engarzadas distinguían a las más elegantes. Los caballeros de frac, con chalecos de raso y guantes, guardaban las distancias y mantenían las estrictas normas sociales. En algunos grupos contaban anécdotas y hasta un chascarrillo se oía, pero nada de carcajadas. El buen humor llegaba hasta la sonrisa. Tres salones habían sido adornados vistosamente como ameritaba la ocasión. El principal, además de los adornos con el amarillo, azul y rojo, resaltaba por el gran retrato tamaño natural del Presidente. Impertérrito, aparecía sosteniendo en sus manos un documento. La orquesta animaba con valses y polcas de moda. El menú incluía exquisiteces francesas como bocadillos de caviar y ostiones, sándwiches varios, pargos a la mayonnaise, galantines de aves a la gelee, salade de saison, champagne frappe, entre otros. Y de licores, lo mejor con Jerez, Madeira, Bordeaux, Chateu Lafitte, anisete y cervezas varias. 

Pasadas las ocho de la noche, el presidente Antonio Guzmán Blanco hizo su entrada, acompañado por doña Teresa Ibarra de Guzmán. Hubo el besamanos de rigor, presentaciones, discursos cortos, afortunadamente, y luego se dio paso a la fiesta. Sin embargo, había gente que no iba a bailar, y los noveles invitados caraqueños prefirieron más bien conocer el Capitolio, caminar por sus pasillos y ver algunas de sus estancias. Para ellos el presidente del estado, general José Antonio Arévalo, había designado a Andrés Vargas, más conocido como Varguitas. Era el feliz propietario de la imprenta donde se hacían los documentos del Estado, y aunque no era funcionario, estaba complacido de aquella misión. Varguitas conocía a fondo la historia del Capitolio. Acompañando a tres damas y dos caballeros, se dedicó a pasearles por las dependencias que funcionaban en el Capitolio, al mismo tiempo que relataba algo de la historia del edificio. 

Con su acento un poco docto comenzó: “En este terreno, por allá en 1768, el obispo de entonces comenzó la construcción de un hospital. Pero el ilustrísimo se murió y esto devino en monasterio, el cual fue destruido por un incendio a finales del siglo. Doce años después una familia de prosapia y con fortuna compró las ruinas, con el fin de establecer una escuela. Hubo un contratiempo en plena obra, pues el propietario don Carlos Hernández de Monagas fue asesinado vilmente. Este señor, quien también supervisaba las obras del templo de Candelaria, fue alanceado hasta morir una tarde en la plaza frente a esa iglesia. Luego se supo que fue una venganza, pues Hernández de Monagas era también juez de inquisición y habiendo condenado a un vecino principal de Valencia, éste alquiló a un asesino a sueldo para acabar con su vida. Un hermano del muerto siguió la obra y al fin se inauguró un Colegio de Niñas, administrado por las Carmelitas Descalzas. Era escuela y también beaterio, con todas las normas de recogimiento y silencio de un convento”. 

-Hace unos diez años, nuestro Presidente emitió un decreto extinguiendo los colegios y las comunidades religiosas. Las hermanas Carmelitas fueron desalojadas. Ellas no se opusieron, pero se dice que el capellán del beaterio padre Alexandre, tenía un cuarto secreto y allí escondió valiosos tesoros de la Iglesia. El cuarto nunca se ha conseguido. En 1775 se inició la restauración. A los dos años se instaló aquí el Poder Ejecutivo que da al frente de la plaza Guzmán Blanco, con el presidente del estado, general Gregorio Cedeño. El poder judicial se acomodó en el ala este. El año pasado, cuando se cambió el piso, se consiguieron esqueletos de dos personas. Hasta hoy nadie sabe quiénes eran.

De pronto Varguitas fue interrumpido por una de las damas, quien en tono bajo comentó: “Por lo que se ve esta fiesta es por todo lo alto. Debe haberle costado mucho dinero al gobierno”. A lo cual Varguitas contestó: “Ni un peso señora. El ágape es costeado por los funcionarios, a quienes les descuentan un diez por ciento de su sueldo a título de colaboración”. 




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