Marcelino Bisbal

Si el líder dice que  tal o cual acontecimiento no ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son cinco, entonces dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas, George Orwell, Recordando la Guerra Civil Española.

El proceso político, social y económico que vive nuestro país desde hace 17 años, implicó no solo  un cambio en la vida política de los venezolanos, sino un proceso de modificación dentro de las estructuras que sostenían a la sociedad venezolana. La llegada al poder del Presidente Hugo Chávez en 1999, cuyo mandato se prolongó desde finales del siglo XX hasta el año 2013 y cuya gestión ha sido continuada por el actual Presidente Nicolás Maduro, se proclamó desde sus inicios como un proceso revolucionario que iba a trastocar  radicalmente a nuestro nación hasta sus mismos cimientos, anulando las diversas instituciones que hacían vida en el país, para así crear una nueva realidad social. Si bien toda revolución tiene como objetivo anular las instituciones vigentes para reemplazarlas por otras, las revolucionarias, las que crean un nuevo orden social, en el caso venezolano se dio una particularidad: no se destruyó las instituciones para solo reemplazarlas por otras, las revolucionarias,  sino que simplemente no existiera ninguna. De esta forma se convertiría a Venezuela en una sociedad de masas, que sin instituciones, el rasgo dominante  de sus individuos sería su aislamiento y su falta de relaciones sociales más allá del que el Estado Revolucionario, que encarnado en un caudillo carismático, le podía dotar.

En este contexto de sujetos atomizados y subordinados al poder del Estado Central, la nueva élite política del país no aspiraba únicamente a acaparar el poder político y económico de la nación, sino también toda fuente de inteligibilidad social, es decir, todo elemento que permitiese al venezolano analizar e interpretar la realidad más allá de su mundo cotidiano. La Revolución Bolivariana aspiraba moldear el imaginario colectivo y hasta individual de la población, vaciando de contenidos interpretativos a la sociedad venezolana y rellenarlos con la ideología de la clase política dominante. Con esta ambición entraría en conflicto con los diferentes medios de comunicación que hacían vida en nuestro país.

Al ser los medios de comunicación una, de las pocas instituciones que había resistido el embate de la Revolución Bolivariana y que conservaba una alta confiabilidad en el imaginario nacional, se convirtieron de facto en el único contrapeso al poder del Estado Central, en una realidad política donde los partidos democráticos se encontraban sustancialmente debilitados. Este poder de contrapeso político contra el Gobierno quedó en evidencia en los acontecimientos de los años 2002 y 2003, en donde los medios fueron vitales para el efímero derrocamiento del Presidente Hugo Chávez y las intentonas subversivas que vivió el país durante esos dos años. El Gobierno bolivariano asumiría en consecuencia y desde entonces tomar un papel activo en el mundo de las comunicaciones dentro de nuestras fronteras.

Ese nuevo papel no se limitó a tan solo crear un armazón jurídico de leyes que restringieran la libertad de expresión y comunicación en el país que perjudicara al Gobierno Bolivariano, como claramente las dictaduras y democracias habían hecho en antaño. El Estado Central se propuso construir una enorme y sobre-extendida  plataforma de medios de comunicación, no bajo el enfoque como servicio público, sino como vector de confrontación y anulación de los medios de comunicación autónomos, al igual que como instrumento de adoctrinamiento ideológico. El Estado venezolano ya no solo acapararía el poder político y la producción de riqueza en el país, sino que aspiraba a ser la fuente hegemónica de interpretación de la realidad de Venezuela, un Estado Comunicador. Bajo la Trinidad Gobierno-Partido-Líder, se lanzó no solo a abolir la libertad de expresión en nuestro país, sino a monopolizar toda fuente de información de la sociedad venezolana que permitiera a los individuos debatir en el espacio público de la vida humana.

Y aquí entra el presente texto, completamente coherente su título con lo que se ha hablado anteriormente, La Comunicación bajo asedio. Balance de 17 años, un riguroso y completo análisis de más de tres lustros de política comunicacional en el país, elaborado por los mejores especialistas en comunicación dentro de las fronteras venezolanas. Por un lado, es un largo conjunto de ensayos de férrea calidad académica, sustentados en hechos, datos y documentos oficiales, que permiten analizar de manera enérgica la situación comunicacional del país desde 1999 hasta el presente año de publicación, combinando soberbiamente hechos objetivos con reflexiones teóricas imparciales. Por otro lado, es en cierta forma, una larga crónica de 17 años de políticas públicas de comunicación originadas desde el centro del Estado venezolano, el relato histórico de una época en que una élite política en el siglo XXI trata de concretar la mayor aspiración de los Totalitarismo del Siglo XXI: monopolizar eficazmente el sentido de la realidad de los individuos que hacen vida en sociedad.

Más de quinientas páginas de datos, reflexiones, hechos e interpretaciones, convierten al presente texto, en lectura obligada no solo para entender el presente y pasado inmediato de las comunicaciones en Venezuela, sino en un obligado instrumento para interpretar a futuro el porvenir de la libertad de expresión en nuestro país. Si la realidad humana depende no de sí misma, sino más bien de cómo se le percibe, la comunicación es en sí, el elemento fundamental con que construimos nuestra percepción de la realidad.  Por ende, este libro es la crónica y análisis más riguroso de esta construcción en los últimos años en nuestro país.




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