La tradición de cambiar los nombres se remonta a la evolución del latín. (Foto AFP)

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El príncipe Guillermo de Inglaterra y su esposa, Catalina, llamaron a su hija Charlotte Elizabeth Diana, y su nombre en castellano, como quiere la tradición de esta lengua, será Carlota Isabel Diana, princesa Carlota.

El castellano traducía siempre los nombres propios extranjeros pero esa costumbre ha sobrevivido sólo en papas, miembros de casas reales y santos.

Así, Kate, la madre de la niña, cuyo nombre completo es Catherine, es Catalina en el mundo hispano y el padre, William, es Guillermo.

La tradición de cambiar los nombres se remonta a la evolución del latín en las lenguas románicas -italiano, francés, castellano, portugués…- y la adaptación que se hizo de los nombres propios a estas nuevas lenguas.

La ciudad alemana de Munich era Mónaco (de Baviera), un nombre que cayó en desuso, aunque se mantiene la castellanización de Aquisgrán (Aachen), Amberes, Londres, Cracovia, Viena y una larga lista de ciudades.

Con el tiempo, el proceso de traducir nombres se fue perdiendo y se mantuvo durante algún tiempo para nombres propios de personas importantes, como escritores (Emilio Zola, Alejandro Dumas o Julio Verne, un remanente del pasado porque todavía se usa), o dirigentes, como José Stalin.

En la actualidad, el castellano acepta el nombre y el apellido extranjero de las personas y a los artistas se les conoce por su nombre original.

De aquella vieja costumbre queda sólo la castellanización ya mencionada de papas (Benedicto XVI o Juan Pablo II), miembros de casas reales (Isabel II de Inglaterra, Beatriz de Holanda) y santos (santo Tomás de Canterbury, san Martín de Tours, santa Juana de Arco), nombres siempre acompañados de un título: santo, rey, reina, príncipe, princesa, papa.

A veces es difícil, y nadie ha encontrado una traducción al castellano que haga fortuna para la sudafricana Charlene Wittstock, esposa del príncipe Alberto de Mónaco.




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