AFP

Casi todos recuerdan la fecha exacta cuando por primera vez
se lanzaron al vacío antes de probar «la eternidad». Para los
clavadistas de Acapulco, en el suroeste de México, el primer clavado hacia el
mar desde la cima de La Quebrada no se olvida.

La sensación de volar dura tres segundos. Son treinta y
cinco metros de caída libre que les llena el cuerpo de alegría y satisfacción.

Luego, el choque violento a casi 90 km/h contra la
superficie del agua de un canal de sólo cuatro metros de profundidad agitado
por las fuertes olas del Pacífico.

«Hay que visualizar el salto y, una vez en el vacío, es
la cabeza la que controla el cuerpo», describe Jorge Ramírez, de 43 años.

Pero antes de lanzarse, hay que esperar a que venga la ola.
De lo contrario, uno puede estrellarse contra las rocas del fondo.

Jorge forma parte de una de las familias más reconocidas de
clavadistas en Acapulco. Su padre, Mónico, de 62 años, ha pasado, como él, su
vida cerca del acantilado. Ahora es su hijo, Jorge Antonio, quien sigue la
tradición familiar.

«Al principio me daba miedo el mar, pero poco a poco
terminó gustándome», dice el joven de 24 años que de forma paralela
estudia para chef.

Competencia de
valentía

Todo comenzó hace 80 años por un desafío entre los
pescadores locales. Una competencia de valentía que se ha convertido en una de
las principales atracciones turísticas de la ciudad, conocida alrededor del
mundo desde que en los 1950 grandes artistas de Hollywood empezaron a pasar ahí
sus vacaciones.

«Estos son los super bowls de los clavadistas»,
exclama orgullosamente Jorge.

Ahora son 62 los clavadistas que trabajan a tiempo completo
en La Quebrada.

«Reciben un salario de unos 10.000 pesos (unos 580
dólares), un seguro médico y un día de descanso semanal», dice el abuelo.
Casi un lujo en un país de más de 55 millones de pobres.

Pero la actividad no está exenta de riesgos. Las lesiones
que los acechan son numerosas: desprendimiento de retina, tímpanos perforados,
antebrazos fracturados o problemas en el cuello y la espalda.

«La vista de los clavadistas se degrada como la de los
pelícanos que, a fuerza de lanzarse al agua, se quedan ciegos hasta estrellarse
contra las rocas», dice Jorge, quien decidió retirarse pasados los 40 años
después de quedar inconsciente tras un salto.

«En 80 años nunca ha habido una sola muerte. Gracias
seguramente a la Virgen de Guadalupe que nos cuida», asegura el abuelo.

Antes de cada salto, los clavadistas rezan ante su imagen
situada en la cima de las rocas.

«Lo más peligroso son los saltos de noche», señala
el nieto Jorge Antonio.

Pero lo que más preocupa a los clavadistas es la disminución
del número de turistas que vistan Acapulco.

Hace diez años, 150 cruceros atracaban anualmente en el
puerto, ubicado a 386 km de Ciudad de México. Ahora sólo lo hacen una decena,
una baja por el incremento de la violencia que hizo de esta ciudad una de las
más violentas del país.

En lo que va del año, unas 500 personas han sido asesinadas
en Acapulco.

Jorge atribuye esas muertes a «ajustes de cuentas»
y asegura que «los turistas tienen que volver».

 Kennedy, Tarzán y Elvis

El recuerdo de la época gloriosa de Acapulco, cuando era
visitado por personalidades como John Kennedy, Frank Sinatra, Orson Welles o
Walt Disney, aún permanece como un perfume de nostalgia en el ambiente, con un
pequeño museo en el que se aprecian algunas fotografías en blanco y negro de
los distinguidos visitantes que venían a admirar a los clavadistas. 

Pero fue Johnny Weissmuller quien dejó su huella con su
escena de «Tarzán y las sirenas» (1948) lanzándose desde La Quebrada.
En 1963 fue el turno para ver a Elvis Presley, sin su copete, lanzarse al vacío
en «El ídolo de Acapulco».

Eso es lo que se vio en el cine porque en la vida real ni
uno ni el otro realizaron jamás la vertiginosa caída siendo sustituidos por
clavadistas. Es más, «El Rey del Rock» ni siquiera puso un pie en el
puerto vacacional.

El hecho de que no se lanzara de La Quebrada no impidió que
Johnny Weissmuller se enamorara de Acapulco a tal grado, que compró junto con
su amigo John Wayne un hotel enclavado en el acantilado y por el que desfiló
todo el Hollywood de los años 1950.

Una leyenda contaba que el doble de Weissmuller para el
salto en La Quebrada, el clavadista Raúl García, se mató durante el rodaje.

La historia era cierta, pero ocurrió más de 50 años después,
en 2004, cuando García falleció a consecuencia de las secuelas de su último
clavado a la edad de 76 años.

En cuanto al inolvidable Tarzán, él decidió pasar los
últimos años de su vida en el puerto vacacional, donde murió en 1984. Y, al
igual que su doble, fue enterrado al borde del mar de Acapulco.




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