Cuando nos detenernos a observar  y meditar sobre lo que que está sucediendo entre nosotros, nos encontramos con una tranca siniestra, cerca de diabólica. Con un país que se deshilacha, se derrite, sin que se vea por ninguna parte, por lo menos hasta ahora, el tratamiento que la angustia merece. Nos topamos  con un Estado fallido en el estricto sentido de la expresión.

Día tras día son más los venezolanos indignados con el régimen, pero decepcionados con la oposición, paradójicamente. La oposición, evidentemente, debería ser la otra parte donde el pueblo deposite su esperanza. Esta orfandad, esta suerte de náufragos a la deriva; con dirigentes que reconocen con una ingenuidad suspicaz que fueron engañados por el régimen de Nicolás Maduro, es lamentable y desalentador.

¿Qué nos queda, entonces? ¿Quién tiene la fuerza para enfrentar a un régimen que se resiste a efectuar elecciones transparentes, con jueces imparciales y sin ningún tipo de garantías? ¿Que pregona con desfachatez que no entregará el poder a la oposición ni por las buenas ni por las malas? ¿Qué se sostiene en el mando por el imperio de las armas y de colectivos asesinos y delincuentes que intimidan a quienes les confrontan pacíficamente? ¿Qué cuanto dirigente democrático se destaca: o es echado del país, o es inhabilitado políticamente o simplemente va a para a las tumbas de la tenebrosa policía del régimen?

Luego, cabe preguntarse que nos queda por hacer en estas condiciones. Hoy y ahora, la única opción a la vista es el auxilio que desde el exterior nos brinde la comunidad internacional, la OEA, la ONU o la Unión Europea. Bien por los problemas que está creando la diáspora de venezolanos en el hemisferio, fundamentalmente en los países vecinos, o porque en ellos, me refiero a las naciones que difieren del régimen, prive una auténtica inspiración democrática y se ajusten a lo contemplado en los acuerdos internacionales. No se trata de que vengan de afuera a resolver nuestros íntimos problemas, no: bastante muertos, heridos, violados, torturados, perseguidos, inhabilitados, han caído en las garras de la dictadura venezolana en la lucha por el rescate de la libertad.

La Declaración de Quito, firmada en la capital ecuatoriana  este martes 4 de agosto por los representantes de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay, busca una respuesta coordinada al masivo flujo migratorio de ciudadanos venezolanos. Reiteraron su preocupación por el deterioro de la situación interna que provoca la migración masiva, por lo que llaman a aceptar la apertura de asistencia humanitaria en la que se convenga la cooperación de gobiernos y organismos internacionales para descomprimir lo que consideran una crítica situación. Allí se dan dos elementos preponderantes: la ayuda a los venezolanos migrantes, eso no está mal, y por otra parte, los problemas que le ocasionan al resto de los países, evidentemente están en su derecho de resguardar la paz de sus países.

En conclusión, en esa importante reunión de países en la ciudad de Quito no se trató el fondo del problema ni se enfiló la discusión hacia los destructores de la democracia venezolana y su ruina. Esperemos con optimismo que La Organización de Estados Americanos abordará este miércoles durante la reunión de su Consejo Permanente acciones más contundente y definitorias sobre la nación suramericana, en cuestión. Por lo demás, vamos a ver, con igual confianza, que resulta en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre la situación de nuestro país que presentará los Estados Unidos…

garciamarvez@gmail.com

 

 

 

 




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