Raffaella Carrà, en realidad Raffaella Maria Roberta Pelloni (Boloña 1943), ha muerto hoy por la tarde en su casa romana a los 78 años. La artista, también considerada la gran showgirl de la televisión italiana, atravesó en lo últimos meses con enorme discreción una enfermedad que la apartó definitivamente de su pasión por el trabajo.
El País de España difundió el anuncio de Sergio Lapino, su expareja, el encargado de dar una noticia que dejó perpleja a toda Italia. “Raffaella nos ha dejado. Se ha ido a un mundo mejor, donde su humanidad, su inconfundible risa y su extraordinario talento resplandecerán siempre”.
La gran diva no tuvo hijos, pero con el símil que ella acostumbraba a usar, deja huérfanos a millones de telespectadores y a una legión de incondicionales que encontraron en ella al icono de una época. Pero, sobre todo, a un inesperado y desacomplejado símbolo de la libertad.
Raffaella, capaz de cabalgar como ningún artista el difícil puente del espectáculo entre España e Italia, estaba algo cansada en los últimos tiempos. A los 73 años había anunciado su retirada y mostraba algunas dudas sobre su regreso. “Tengo una edad y todos se esperan que cante y baile, pero ya no tengo ganas de hacerlo. He trabajado toda la vida, he tenido satisfacciones más grandes de las que nunca hubiera esperado y momentos de televisión extraordinarios. No es que sienta la necesidad de volver a la televisión, se está bien también sin mí”, aseguró. Pero conservaba la naturalidad que le permitió triunfar en España y en Italia y volvió a seducir al público italiano, que la adora.
La artista, capaz cambiar la visión de su público cuando ese poder no pertenecía a ridículos influencers, era una trabajadora incansable. No hay un solo mes de los últimos 30 años en el que no estuviera embarcada en algún proyecto. Cuando no se encontraba en un plató de televisión o en un estudio de grabación (25 ábumes de estudio y más de 60 millones de discos vendidos), seguía trabajando laboriosamente en una oficina del barrio de Flaminio en Roma. Subía a pie los escalones que conducían al primer piso de un angosto apartamento donde colgaba discos de oro y platino. Fotos de estrellas, dedicatorias.
Gianluca, su embajador ante el mundo (ella casi no usaba el teléfono y detestaba las redes sociales) era quien recibía al invitado y lo conducía hasta la gran diva. Se abría la puerta y aparecía ella, impecable con su media melena platino y con alguno de sus pitillos Murat (fumaba 16 al día).
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