Vivir en una sociedad en la que la gente se esfuerza menos por pensar es alarmante. La frivolidad se apoderó de espacios otrora de los intelectuales y con el boom de las redes sociales, se consolidó el entretenimiento vulgar por otras formas más inteligentes de hacer humor u otras maneras de conectarse con las audiencias destinadas a cuestionar, debatir, reflexionar. Ya lo advertía Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, cuando afirmaba que, en nuestros tiempos, es visible el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural, por eso, reitera el Nobel de Literatura, se ha perdido el interés en los intelectuales, demostrando que,hoy día, el pensamiento no tiene vigencia y los mal llamados “comediantes virales” atraen a las masas ávidas de entretenimiento.
El intelectual ha desaparecido prácticamente de los debates públicos importantes. Ya no se les ve, más allá que en sus departamentos universitarios. De vez en cuando envían comunicados. Los medios poco los consultan y la mayoría se rehúsa a incursionar en el mundo de las nuevas tecnologías de comunicación e información para filosofar un poco, quizá aceptando la realidad de una sociedad sumada en la banalidad, en la que se propicia un casi nulo ejercicio de pensamiento reflexivo. En conclusión, la mayoría de la gente no busca pensar y en los tiempos actuales,las masas siguen la fórmula que por años vendieron los medios de comunicación: sexo, carcajadas y violencia. Es lo que piden, saciar su hedonismo. Quien cuestione este orden, está en otro mundo, es visto casi como una anomalía.
Y no es que esté mal entretenerse. El asunto se torna cuestionable -y volvemos a citar a Vargas Llosa- cuando la natural propensión a pasarla bien se convierte en un valor supremo, casi un principio o mandamiento de vida que generaliza la frivolidad. No es casual que miles de jóvenes publiquen sus muecas en Instagram y pretendan establecerse como referentes del buen vivir, la autoayuda y la supuesta prosperidad económica. También es lamentable que el periodismo tenga su cuota de responsabilidad, pues en este contexto, el sensacionalismo ha echado raíces profundas tergiversando los principios éticos del oficio. La Academia tampoco escapa. En esta moda del marketing y los influencers, he visto con preocupación tesis en pregrado que analizan las estrategias de mercadeo que usan maquilladoras y uno que otro cómico, exaltando como fans a estas figuras. Estudiantes y profesores que quieren verse cultos, pero sin esforzarse intelectualmente, porque en el mundo de la frivolidad, lo que importa es la comodidad, lo light, lo que no nos lleve a pensar de a mucho. Por esa razón, los libros de Pablo Coelho se han convertido en Best Seller.
Este mundo de frivolidad también nos ha llevado a una hiperrealidad característica de las redes sociales. Millones de usuarios fingen tener lo que no se tiene. La simulación, en términos de Baudrillard, enmascara una ausenciaen medio de un sistema de simulacros. Mostrar ilusiones, aparentar, hablando en criollo. La hiperrealidad es la sociedad del simulacro, en la que los políticos ya no posan con pensadores, sino estrellas del cine o futbolistas. Y esta época de simulacros obviamente es frívola, hedonista, es la era del reggaeton misógino, de Donald Trump, de la hipersexualización de las niñas, de la sociedad sin memoria, del periodismo del escándalo, de la violación a la privacidad, perdida de valores. También de la época del miedo, la censura, nuevas xenofobias, violación de derechos humanos, en la que los intelectuales tienen una gran oportunidad de elevar su voz contra gobiernos nefastos, no solo con administraciones de derecha, también aquellos gobiernos bananeros que dicen ser socialistas.Como verán, un gran reto se les viene encima a educadores y periodistas comprometidos con una mejor sociedad.