En mi ya lejana pasantía gubernamental de cuatro años y pico, más breve de lo que hubiera deseado, lo que recuerdo con mayor emoción era el júbilo de hombres y mujeres, niños y viejos, cuando en un pueblo o en un sector popular se inauguraba el servicio de agua o el de luz eléctrica. Se entiende. La “llegada” del agua o la luz es celebrada por la gente porque les cambia la vida. A fijarme en eso me enseñó la sabiduría del entonces gobernador de Lara, mi región natal, Carlos Zapata Escalona, quien a su condición de médico y profesor universitario –sería decano y rector en la UCLA- unía una larga experiencia política y edilicia. Había sido concejal de Iribarren por varios períodos.

Agua y luz son bienvenidas porque alejan la enfermedad, aligeran las tareas de la casa y del trabajo y ensanchan el día. De ese aprendizaje vivencial fue que saqué la especial insistencia que al discutirse el presupuesto en el Congreso, ponía en las obras para servicios hidráulicos y eléctricos, así como para la vialidad que no sólo permite sacar los productos agrícolas al mercado, sino que abarata costos y permite que médicos y docentes lleguen a cumplir su labor, así que salva futuros y salva vidas.

La población crece y su distribución espacial puede ser desordenada, pero en Venezuela llegamos a una cobertura muy amplia de los servicios de agua potable y luz. Para 1988 el 88% del país contaba con agua potable. En 1999 el consumo nacional de energía eléctrica era 78.784 GW y para 2006 110.420 GW. No para conformarse, en absoluto, pero tampoco es buena noticia que en vez de avanzar hayamos retrocedido.

Hoy los servicios de agua y luz son irregulares y deficientes, cuando no ausentes, en muchos lugares de Venezuela. Todos lo sabemos porque todos lo hemos sufrido o lo estamos sufriendo. “Llegó el agua” no es hoy un grito de alegría por el servicio inaugurado, como les conté antes, sino la señal de alarma para correr y aprovechar el rato que la tendremos disponible. En cuanto a la luz, desde aquel “mega apagón de 2019” las fallas son frecuentes. Los apagones no son eventos raros y hacia el Occidente, por ejemplo, son parte de la vida diaria. En Barquisimeto, cuyo servicio eléctrico era un modelo, hablamos de varias horas todos los días. El almirante que es viceministro de gestión y seguimiento del Despacho de la Presidencia sostiene que los venezolanos tenemos el consumo per capita de electricidad más alto de América Latina, lo cual contrasta con la estimación de HUM Venezuela de que sólo el 29% de la capacidad eléctrica nacional está operativa y lo que informa el académico de la Ingeniería y el Habitat Nelson Hernández de que entre 2013 y 2021 la demanda eléctrica ha caído en 8.7 GW. Un profesional tan serio y de gestión pública reconocida como José María De Viana habla de “la más profunda crisis de servicios públicos” en nuestra historia. No creo que exagere.

La crisis sanitaria del COVID 19 nos encontró con un servicio de agua que el 63.8% de los venezolanos consideraba ya inadecuado en 2019. Naciones Unidas, en su Oficia de Coordinación de Asuntos Humanitarios estimó en 4.3 millones los que no tienen acceso al servicio. Según el OVSP la valoración predominante acerca del servicio eléctrico es negativa en las doce principales ciudades del país. Tal es la situación que ha trascendido internacionalmente y es tema en reportajes de la televisora pública alemana DW.

El drama humano es lo más importante hoy, pero hacia el futuro y no muy lejano, superar esa crisis para mejorar de verdad los servicios de agua y electricidad es vital. Sin ellos no será posible una verdadera reactivación económica. Imagínese usted, lector, si estos apagones y deficiencias, por mala calidad, irregularidad o escasez, en el agua se presentan con una economía que es menos de la cuarta parte de lo que era en 2013 ¿Cómo serían las fallas si el aparato productivo empezara a moverse? Si hubiera más agricultura, más industria, más comercio y servicios.




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