En tiempos de la Cuarta República, un médico psiquiatraacudióuna mañana al pomposamente llamado “Complejo Penitenciario de Carabobo”; o sea, la cárcel de Tocuyito. En ese tenebroso lugar trataba a quienes el régimen llama “privados de libertad”,para aparentar puertas afuera el respeto a los derechos humanos que puertas adentro viola con saña. Llegado allí para cumplir con su trabajo, estacionó su carro y se dirigió al control de entrada, percatándose entonces de que había dejado el vehículo con las llaves (el “suiche”) adentro, y con las puertas aseguradas. Compungido, lo notificó al guardia de turno.
“No se preocupe”, le dijo éste, y le ordenó a un subalterno buscar al más hábil robacarros de todos los que allí tenían “privados de libertad”. Con éste y sus custodios se encaminaron al vehículo del médico. El ladrón les pidió que le dieran la espalda, y no habían terminado de hacerlo cuando ya había abierto la puerta del carro, sin utilizar herramienta alguna, dañar la cerradura o hacer algún ruido.
Es que son expertos en el oficio de sustraer lo ajeno, y el anecdotario venezolano está lleno de personajes que a lo largo de nuestra historia han sido famosos ladrones, como “Petróleo Crudo”, o “El Negro Antonio”. Son precisamente los psiquiatras y sociólogos quienes pueden explicar las razones que llevan a un ciudadano a ser un delincuente. Pero no era difícil en aquellos años darse cuenta de que eran seres humanos temerosos de las leyes, y en cierta forma respetuosos de los encargados de hacerlas cumplir, y por lo tanto, aceptaban resignados el castigo que los jueces les imponían en caso de ser puestos tras las rejas.
Pero los de ahora dominan territorios donde extorsionan a la población y realizan sus operaciones delictivas con total impunidad, y con el apoyo de algunos integrantes de los organismos supuestamente encargados de impedir sus pingües pero sucios negocios. Delincuentes inmisericordes, a quienes no se les agua el ojo castigando a quienes les son infieles de la manera más cruel, como el alimentar a tigres de Bengala con sus cuerpos, según narran los medios de comunicación.
Para ellos, los organismos judiciales y policiales no son el oponente al cual deben evitar enfrentarse, sino el mal necesario a neutralizar, en el peor de los casos, o preferiblemente hacerlo instrumento de sus sórdidos manejos, a cambio de jugosa participación en los beneficios que su delictuosa actividad les produce. Sus socios, en fin.
Su poder casi ilimitado les permite concertar con esas mismas autoridades escenarios que envidiaría el mismo Spielberg, como lo que, según los medios informativos independientes, parece haber sido la supuesta “toma de Tocorón”. Deben ser muy pocos los que saben lo que realmente allí ha ocurrido. Una descomunal operación militar y policial llamada por el régimen, según su amor por bautizar sus acciones con nombres pomposos, “Operación Liberación Gran Cacique”.
Desde hace tiempo se tiene una idea del paraíso que se esconde detrás de los muros del, para seguir con los eufemismos, “Centro Penitenciario de Aragua”: Restaurantes, bares y discoteca, piscinas, y hasta un zoológico. Es más una ciudadela que una cárcel, donde no solamente viven los “privados de libertad”, sino también sus familiares, y desde su interior se maneja toda la compleja red de tráfico de drogas, extorsión y armas de alto calibre, que hacen de los cabecillas de esas bandas (los famosos “pranes”) unos potentados.
Para ellos, Tocorón no es una cárcel. Es un refugio.
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