Una de las incriminaciones más recurrentes de tantos politicastros izquierdistas y no solamente en America Latina, es la de acusar a los EEUU de ser un país “imperialista” que trata, a través de condicionamientos económicos o por medio de intromisiones políticas abusivas, de extender su dominio sobre otros países.

Ahora bien, analizando con serenidad los últimos sesenta años de nuestra historia, yo creo que esta acusación carece de todo fundamento. Sería suficiente fijarse en el comportamiento de los EEUU después de la segunda guerra mundial cuando, lejos de aprovecharse de su enorme predominio bélico y económico, no solamente no ha humillado a esos países vencidos y destrozados por la guerra como, en cambio ha hecho la URSS, conquistando y dominando con la fuerza de las armas todos los países del este europeo  –  basta recordar  las atrocidades cometidas en Budapest en 1958 o en Praga en 1964  –  sino que ha contribuido a su reconstrucción con el plan Marshall como con Italia, Alemania etc.  creando un sistema internacional de normas y de instituciones que, desde entonces, han reglamentado de una manera completamente democrática las relaciones bilaterales entre Europa y los mismos EEUU.

Yo creo entonces que ese antiamericanismo tan arraigado y que constituye un argumento de peso para muchos políticos demagogos, estriba fundamentalmente en un conocimiento sumamente limitado de los EEUU, de sus instituciones y, sobre todo  de su profundo y arraigado espirirtu democrático. Me parece entonces interesante señalar que la fuerza y la longevidad de esa democracia norteamericana, no está ligada al poder de su gobierno  – argumento trillado  de tantos americanofóbicos  –  sino  al hecho de que su Presidente tiene continuamente que confrontarse con otras instituciones  –  Congreso, poder judicial etc.  –   sin que ninguna prevalezca en forma definitiva. Y eso porque en los EEUU existe una auténtica separación de poderes, a nivel “vertical”, entre el gobierno y los distintos Estados miembros de la Federación, cada uno con su Constitución y, por supuesto con su autonomía y a nivel “horizontal” entre el Presidente, representante del Poder ejecutivo, el Poder legislativo y el Poder judicial en plena sintonía con la ley de Montesquieu, evitando con eso lo que los constituyentistas americanos llamaban “la arbitrariedad y los abusos de la mayoría”. Por ejemplo, un Presidente  de los EEUU no podría nunca inhabilitar a los diputados de una asamblea nacional electos de una forma pulcra y legítima  por el pueblo soberano so pena de serle aplicado el impeachment y ser destituido de inmediato.

Por eso y por muchas razones más,  el Presidente de los EEUU, a pesar de ser  erroneamente considerado “el hombre  más potente del mundo”,  en realidad  tiene mucho menos poder que sus homólogos latinoamericanos, incluyendo por supuesto al nuestro!

Cabría preguntarse entonces ¿por cuál motivo  en la mayoría de las repúblicas sudamericanas esa forma de gobierno presidencialista, por supuesto con algunas y comprensibles variaciones de forma, no ha tenido la misma eficacia y no ha dado los mismos resultados que ha dado en los EEUU? ¿No será porqué en esas repúblicas la mayoría de los gobernantes no usa el poder para servir a su pueblo sino para satisfacer su espíritu de mando, para controlar en forma despótica las actividades del país y, en algunos casos, para tratar de  exportar su proprio sistema autoritario, como en el caso de Cuba, por ejemplo? De ser así, ¿quién sería el verdadero país imperialista?

Desde Italia 




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