Vivimos en Venezuela, territorio de “apagones”, donde los más rigurosos cálculos y prevenciones por este problema energético no bastan, porque en segundos, equipos eléctricos y electrónicos quedan inservibles por algún “shock” eléctrico. Cada apagón afecta las actividades profesionales, industriales, o caseras, y deja secuelas costosas. Ante los “eventos” eléctricos, cada vecino opina, con o sin argumentos, con o sin autocontrol, acusador o acusado. Los optimistas, moderados, experimentados y pacifistas, nos aconsejan hacer un esfuerzo de comprensión del problema, y a calmarnos con o sin razones. ¿Cómo adaptarnos, ante respuestas ya rayadas para muchos? Con sólo quejas, dicen otros, no termina el problema eléctrico nacional, limitado por la carencia de recursos y la falta de voluntad para enfrentarlo. Grave sería asumir una actitud de indiferencia, con evasivas y ocultamiento de la verdad.

El hecho es que como las molestias aumentan y se desbordan, los primeros “arreglistas” de la situación hacen la clásica respuesta: ¡Hay que buscar a un culpable! Y culpables resultaran los más “pendejos”; casi siempre, los que nada tienen que ver, ni saben cómo arreglar las cosas…

Hay otra situación compleja, que viene de una creciente y diferente forma de apagón: ¡Es el “apagón emocional”, que se presenta cuando la gente, agotada, “apaga” sus emociones! ¡Cuando la gente cae desmotivada, con sentimientos depresivos y las esperanzas perdidas! ¡Cuando la gente, cada vez más, comienza a decir que “nada le importa lo que ocurre en el país”!

Sólo, al reactivarse nuestras emociones “rotas”, al reavivarse la motivación, al ilusionarnos y pasar hacia posturas críticas, podremos hacer “saltar” de nuevo las energías y luchar contra todos los apagones, tantos eléctricos como  emocionales. Pero, la frustración y el sentido de pérdida pueden destrozar cualquier proyecto de vida, por más bien que haya sido este concebido y desarrollado.

Con un “apagón emocional”, que no sea colectivo sino particular, de cada quien, cada fracaso acumulado nos “enfría” más; parecido a lo que ocurre con las pandemias y los virus, que con el desespero y la confusión se riega entre buenos, indiferentes, malos y “malucos”. Los psicólogos denominan “desesperanza aprendida” a esta situación de frustración, decaimiento, y depresión; una forma de reaccionar colectiva y depresiva en las sociedades humanas.

La desesperanza no se hereda. Pero, ese terrible apagón emocional, con desesperanza, se aprende en la casa, en la escuela, en la calle, lugares donde cualquier presencia humana, cultural o ideológica negativa nos afecta, nos induce a bajar la cabeza y disminuir la autoestima. Condiciones del ambiente pueden “apagarnos” bruscamente. Un shock eléctrico que nos “quema” la nevera, la cocina, o el aire acondicionado y algo más,  puede “secar” de súbito nuestras emociones, aun las más estables, al ver y sentir los estragos causados en nuestras reducidas economías.

La desesperanza con que se vive un presente deprimido, puede ser un aprendizaje negativo sobre cómo sería nuestra realidad mañana. Una consecuencia negativa directa seria deprimirnos y pensar que nada, o casi nada, podemos hacer: ¡Ignorancia y entrega!

Mientras más se prolongue y fortalezca esta forma depresiva colectiva, comenzamos a sentir lo que algunos llaman “confianza de miserables”; una confianza cínica, evasiva, de pensar que las cosas están malas, pero hay consuelo, “al decir que para otras personas están aún peor”. Y aunque el apagón eléctrico y el emocional son dos cosas diferentes, cuidémonos de experimentar los traumas y secuelas presentes en ambos… ¡Pensemos,… sin perder más control!




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