Hoy es día de elecciones en México. Además del Presidente de la República y los senadores y diputados al congreso, se elegirán 7 gobernadores y más de 2000 cargos estadales y municipales. Las encuestas sitúan al frente de los aspirantes a la Presidencia a Andrés Manuel López Obrador (AMLO, por sus iniciales), un personaje de la izquierda cretácica temprana de América Latina que va por tercera vez como candidato, cargando en el hombro su discurso populista.

Según el guión de AMLO, fiel a los argumentos del foro de Sao Paulo y a las lecturas de sospechosistas, antiimperialistas, charlatanes e ilusionistas que tanto abundan por estas tierras, la culpa del “atraso” de México (aunque sea la economía número 11 en el mundo, por tamaño del PIB) la tienen  los partidos tradicionales que han mal gobernado al país y el empresariado rapaz –nacional y extranjero- que se apropia del trabajo de los obreros a cambio de unos mendrugos de sueldo que apenas alcanzan para sobrevivir. Las soluciones que ofrece este pregón maniqueo son tan simples que cualquier desprevenido las acepta: salgamos de los políticos corruptos, repartamos equitativamente la riqueza de la nación, pongamos en manos del Estado las industrias estratégicas y por ahí nos vamos hasta que todos seamos felices.

Es obvio que los problemas de México, así como sus logros, responden a variables mucho más complejas y numerosas que lo que plantean las recetas instantáneas de la izquierda redentora, pero resulta que a la gente no le gusta complicarse la vida ni gastar tiempo en aprendizaje serio, información confiable y sentido crítico. La comodidad, la ignorancia, la ingenuidad y el deseo de tener las soluciones para mañana (la gratificación instantánea, que llaman) induce al soberano a creerse las promesas mágicas que hacen los iluminados y a elegir al candidato que diga la mentira más melodiosa, por llamarla de alguna forma. El populismo, esa hierba que se da con tanto gusto al sur del río Bravo (y, desde 2016, también al norte), no se le debe achacar a los demagogos; ellos sencillamente hacen su trabajo para tratar de hacerse con el poder. La verdadera responsabilidad está en la gente que compra las historias de felicidad inmediata sin saber cómo funciona el mundo y sin voltear los ojos hacia otras latitudes para ver y aprender de las desgracias ajenas.

La plática que se escucha hoy en las calles mexicanas se parece mucho a lo que decían los parroquianos en la Venezuela de los años 90: nos hace falta alguien que mande, que proteja al pueblo y se enfrente a los poderosos; se necesita un verdadero líder. Venezuela, ingenuamente, eligió en 1998 al líder que prometía gobernar para el pueblo. Y el líder y sus compinches acabaron con el país.




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