Queridos lectores de El Carabobeño:

 

Dado el éxito de este semanario que asegura su difusión, me tomo la libertad de dirigirme a tan distinguido público.

Escribir una carta no explica ni justifica la actitud sanguinaria de mi familia. Pero tengo derecho a intentarlo, ya que por mis venas, aunque sea succionada, corre sangre venezolana.

Somos, aunque suene a grosería, familia de los culícidos. Nuestra vida no es fácil. No deberían llamarnos zancudos sino zancudas, ya que las hembras somos quienes picamos. Los zancudos machos, de machos no tienen mucho. Siempre andan en actitud sospechosa picando flores. Nosotras, las zancudas, tenemos toda la responsabilidad de la reproducción de nuestra especie. Y al igual que en la especie humana, las hembras somos más fuertes y sobrevivimos a nuestros consortes. Por eso, casi siempre, somos viudas.

Sí, humanos, esa es sólo una parte de la historia de nuestra difícil vida. Les contaré más: mamá nos tuvo en un charquito putrefacto que se formó en un florero donde había unas flores viejísimas. Mi vida de hueva, larva y crisálida, fue feliz e inocente. Toda una aventura. Allí, en ese florero, viví las mejores horas de mi existencia. Hasta que de adulta me mudé con algunos de mis hermanos, a una lata vieja que estaba en el patio.

Aún recuerdo con lágrimas en los ojos el desagradable olor a agua de flores estancadas. ¡Cómo añoro aquellos tiempos!

A papá nunca lo conocí. Mamá decía que papi era un machista irresponsable que la dejó embarazada. Como los zancudos machos viven sólo una semana, la preñó y exactamente a los siete días se murió. Ella, como tantas otras, fue madre soltera. Mis quinientos hermanitos y yo nacimos y jamás recibimos de papá ni un decilitro de sangre. Además, y que Dios me perdone si me equivoco, creo que papá, después de ponerle los quinientos muchachos a mamá, se volvió loco y loca a la vez, es decir, se metió a gay, porque eso de andar por allí haciéndose el colibrí con las flores es muy sospechoso.

Aún recuerdo a mamá picando y picando día y noche lo que se le atravesara: brazos, piernas, lóbulos de orejas, dedos, pies, lo que sea para darnos de comer. A veces, mis quinientos hermanitos y yo, la acompañábamos. A la víctima, quien generalmente dormía, le zumbábamos en la patica de la oreja: zooom… zooom… zooom… zooom… Era entonces cuando mamá aprovechaba y picaba en otro sitio lejos de la oreja. Entretanto, nosotras, literalmente, nos lo comíamos vivo porque eso sí que tenía mamá: le gustaba darnos comida fresquita.

Un día cometimos un error y de un manotazo, murieron 29 de mis hermanitos. Por esa razón voy al psicólogo. Me siento culpable. Tengo un trauma. Les contaré:

Mamá se encontraba picándole el culo a un gordotote lleno de sangre roja, caliente, con plasma, proteínas, glóbulos rojos, blancos, plaquetas ¡Hmmm…! ¡Qué delicia! Se me hace el pico agua… en fin. Entre tanto, mis hermanos y yo hacíamos ruidito en la oreja del gordito. Por cierto, lo confieso. No aguanté la tentación. ¡Estaba divino!

Me encanta succionar la sangre de los mamíferos. Y me importa un bledo que los mosquitólogos me digan hematófaga. Sí. Lo soy. Me alimento con sangre de otros. Lo cierto del cuento fue que como treinta o cuarenta de quienes acompañá- bamos a mamá ese nefasto día, teníamos hambre y aquel culo se veía demasiado apetitoso, todos se lanzaron a picarlo y yo me quedé solita haciendo: zooom… zooom… zooom… zooom… en la oreja del gordito. Al parecer, el ruido no fue suficiente ya que el muy desgraciado hizo: ¡Splash! y nuevamente, de un manotazo acabaron con el resto de mi familia. ¡Fue horrible!

Ahora estoy embarazada. Necesito sangre fresca para que mis muchachos nazcan fuertes. El doctor me dijo que sería un parto morocho, ¡estoy esperando a mil muchachos!

Mi vida es como la de los artistas pero al revés: ellos viven del aplauso y yo muero con un aplauso.

La situación está muy dura por esta hambruna que se vive en Venezuela. Tengo algo de sangre ahorrada en el banco de sangre, pero estoy asustada porque con la inflación, casi toda se me ha convertido en sal y morcilla.

Ya casi es de noche. Tengo que picar a alguien. Esto siempre me asusta. Ojalá no me ocurra lo que le pasó a mi tía: ella estaba comiendo de lo más tranquila del brazo de un sádico que la atrapó viva, le arrancó las alitas y después le dijo: “¡a echar vaina a pie!”.

Ser zancuda no es fácil. No. No lo es. Gracias a Dios que en Venezuela no se consiguen repelentes. Alguien tenía que salir beneficiado de eso que llaman la revolución bonita.

Se despide:

Zancu de Da.




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