La crisis de los servicios básicos en la región se agudiza día tras día y los carabobeños han tenido que ajustar sus rutinas ante la precariedad y lo impredecible. Tal es el caso de Angélica Alfonso, Adriana Santeliz y Karin González, tres madres que viven en los bloques de La Isabelica intentando sobrellevar los apagones y la escasez de gas.
Encender la hornilla eléctrica en la madrugada se ha vuelto costumbre para Santeliz. En promedio tarda dos horas en preparar el desayuno y dos horas para terminar el almuerzo: los dos platos tienen que estar listos porque su esposo trabaja lejos y no puede regresar al mediodía a buscar la comida. “Si hubiera gasolina podría venirse y comer acá. Pero tampoco hay”.
Desde el inicio de la pandemia labora desde casa, pero entre cocinar y ayudar a sus hijos con las tareas virtuales, siente que trabaja el triple. La gota que rebasa el vaso es el inconstante servicio de luz. “No hay forma de programar nada. Uno quiere hacer muchas cosas pero al final no se hace nada porque jamás se sabe cuándo se irá la luz”.
Reparación tras reparación
Con los contantes cortes de electricidad y el alto consumo de las hornillas de espiral, las familias han tenido que desviar parte de sus escasos presupuestos en reparaciones de equipos eléctricos.
Angelica Alfonso siente ganas de llorar. Se le han dañado dos televisores y sus hijas se quedaron sin ver sus programas favoritos hasta que su esposo logró reparar una de las pantallas, ahorrándose los gastos. Pero Santeliz no ha corrido con la misma suerte: se le han dañado tres aires acondicionados, el regulador de la nevera y un microondas. “Es la tercera ve que compramos un caracol. Y por el exceso de corriente se me dañó hasta la brequera”.
Sin fogones
Quienes viven en edificios consideran que es más complicado afrontar la crisis de gas doméstico porque no hay condiciones en un apartamento para hacer fogones.
“Por falta de espacio no podemos solventar con leña y nos la vemos bien difícil”, explicó Karin González, quien trata de mantener pan en su despensa para que cuando se vaya la luz al menos su hija de 10 años logre comer.
Alfonso considera que los fogones no representan una solución, sino un atraso. “La idea tampoco es cocinar a leña. ¿Hasta dónde vamos a retroceder? Antes sólo la sopa era a la leña y ahora es todo”.
Salir corriendo
El reto más grande para las madres es lidiar con la frustración que sienten al no poder ofrecerles a sus hijos una niñez tranquila en un país en decadencia.
Lo que más añora González es que su familia vuelva a gozar de servicios públicos funcionales. No comprende cómo la calidad de vida de la que antes gozaba se esfumó, pero exige a los responsables tomar cartas en el asunto. “Si ellos están allí porque los escogieron o porque se escogieron ellos mismos, entonces que hagan su trabajo”.
A Alfonso tantas carencias sólo le han dejado cansancio y ganas de huir a un lugar donde el día a día no sea tan rudo. “Se me rompe el corazón porque mi hija de 12 años entiende un poco, pero la pequeña de cinco se pone a llorar y hasta reza para que llegue la luz. A veces provoca salir corriendo.