Finlandia es un país al norte, muy al norte, de Europa. Muy frío, con temperaturas que pueden bajar hasta los 40 grados bajo cero. En diciembre, solamente una hora de sol a mediodía. Es un país de ciudadanos pacíficos que, sin embargo, ha sido batuqueado durante siglos entre Suecia y Rusia. Formó parte de esos países vecinos alternadamente; y hasta después de la Primera Guerra Mundial fue un Ducado dependiente del Zar de Rusia. Después de su independencia en 1918, por obvias razones ha desarrollado órganos de defensa en la medida de sus posibilidades: posee un ejército bien organizado y equipado. Es que compartir 1.300 kilómetros de frontera con el gigante ruso no es cualquier cosa, sobre todo cuando ese gigante ha dado, a lo largo de su historia, muestras de su mal carácter, ansias de dominación e innata agresividad. Lo está demostrando actualmente con su intento de invasión a Ucrania, aventura que, por cierto, no le está saliendo como esperaba, dado el valor de los ucranianos y su firme determinación de no volver a ser dominada, ahora por Putin y su “nomenklatura”.

Esta vez a los finlandeses, en caso de otra agresión rusa, no los van a sorprender. Mujeres y hombres son entrenados para sobrevivir en las más duras condiciones. En todos los hogares hay baterías de carro extra, radios, linternas de minero, y una buena provisión de toallas sanitarias femeninas: hechas de algodón y conservadas secas en sus envoltorios plásticos sellados, arden fácilmente utilizando encendedores de magnesio. Así pueden mantenerse calientes, aún sin electricidad ni combustibles, por varios días. En las farmacias finlandesas es difícil conseguir pastillas de yoduro de potasio para combatir la radiación, dada su súbita demanda.

Se preguntará el lector a dónde va todo este discurso sobre un país tan lejano y extraño. Pues va a ilustrarnos sobre cómo en países que creemos felices y “resueltos” las cosas no van tan bien como los que experimentamos lo que es vivir en el caos, la corrupción (Finlandia es, según estudios, uno de los países menos corruptos del mundo) y la desigualdad suponemos. Que la realidad se oculta cruelmente tras un extenso cardumen de desinformación que nada en un mar del internet y falsos rumores.

Y, aparte las economías amenazadas en el resto del mundo por los virus y las guerras, hay países donde ahorcan a las mujeres por no ponerse un pedazo de trapo en la cabeza o un niño de seis años le mete unos balazos en el abdomen a su maestra.

No tenemos como vecino a un gigante que nos pueda invadir en cualquier momento, como algunos pregonan para mantenerse en el poder y justificar su fracaso como gobernantes. Los invasores ya están adentro. La primera andanada vino del Caribe, para adiestrar al chavismo en opresión, tortura y control de los registros personales y de propiedades de los venezolanos. Otras fueron llegando, para adiestrar y equipar al ejército, que dejó de ser defensor del pueblo para dedicarse a reprimirlo; otros, provenientes del país discriminador de la mujer, para instruir sobre terrorismo. Razones suficientes para que no se hayan escuchado, de boca de voceros del régimen, condenas contra la invasión de Ucrania o el ahorcamiento de mujeres y hombres; de unas por negarse a ponerse un trapo sobre la cabeza y de los otros por apoyar el movimiento igualitario de aquéllas. Es que no estábamos preparados para evitar ese tipo de invasión, contra el cual de nada sirven el aprovisionamiento de baterías, radios, linternas de minero. O tampones.




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