¿Sabe usted por qué, a mediados del siglo pasado, a un conocido barbero de la calle Comercio lo llamaban “Veintiuno”?
¿Sabe usted qué había, también a mediados del siglo pasado, donde ahora está la Biblioteca Pública Manuel Feo La Cruz?
¿Sabe usted qué era un “Milkao” o una “Bidú”?
¿Sabe usted quién era Carmen Gil?
Preguntas todas como para un concurso televisado tipo “¿Quién Quiere Ser Millonario?”.
Camino a sabiendas sobre arena movediza, cuando afirmo que los valencianos tienen, en alguna parte de su anatomía, tres Valencias. Mi formación profesional comprende el diseño de espacios para el hombre, y para eso debe uno conocer algo de la esencia humana, pero ese “algo” no va más allá de una noción de lo que le es confortable, saludable y conveniente.
Pero intuyo que los valencianos tienen en sus neuronas tres Valencias: la que no vivieron porque no habían nacido, la que han vivido hasta ahora, y la que viven ahora. Alguno puede tener una cuarta, que sería la que idealiza para sus descendientes, pero eso no pasa de la ilusión de una Valencia que tal vez será. O tal vez no...
La Valencia que no han vivido forma parte de su valencianidad. Por ejemplo: Otto Albers e Isabel Acosta de Albers se mudaron, con los 4 hijos que hasta entonces tenían, desde Puerto Cabello a Valencia. Cuando eso, me faltaba una semana para cumplir 6 años. En ese entonces, por supuesto que no comprendía la razón de la mudanza, que no dejaba de ser traumática: Ya no habría los paseos vespertinos vigilados por “Tatá”, nuestra niñera de Patanemo, a la Plaza Flores, a “La Planchita” para ver las lanchas zarpar rumbo al Castillo y a pasear libremente por los muelles, las idas a la playa de Gañango.
Valencia era una incógnita con tranvía que pasaba por el frente de la casa de Camoruco con su frondoso cotoprix. Cumplidos los 7, conocí el Colegio La Salle en el centro de la ciudad, y fui descubriendo algo más de lo que contemplaba desde la ventanilla del Ford con que nuestro padre nos sacaba a pasear por la ciudad los domingos por la tarde. Todo era nuevo para mí: los carros “libres” de la Plaza Bolívar, alineados entre la Panadería La Torre y la tienda de Luis Eduardo Chávez, la Estación Alemana, el Morro de San Blas.
La Valencia de antes de todo eso no la viví, pero forma parte de esa porción valenciana que comparto con la porteña, y resulta que, ahora, Simón García me la trae de nuevo a la memoria, llenando además los vacíos que mi ausencia y mi niñez me impidieron conocer en vivo. Y ese vacío también lo tendrán quienes, a lo largo de los años, han venido haciéndose valencianos, por nacimiento o adopción. Y para llenarlo está “Crónica de tiempos idos”.
En esta obra de Simón García encontrará anécdotas de pintorescos mesoneros que animaban a la clientela con sus ocurrencias y habilidades, como el imitar el acento andaluz en las tascas. Lo curioso es que olvidaban que los toreros españoles no solamente eran andaluces: también los había de otras provincias, y hasta franceses y portugueses. En el Club Hípico trabajaba “Pepe”, quien, si le preguntabas cómo estaba, respondía invariablemente: “Con la trinchera inundá y el enemigo encima”. También un prolijo inventario de los talleres mecánicos y de la industria en general, y muchas cosas más.
“Crónica de tiempos idos” es un vademécum que ayudará a sus lectores a conocer mejor por qué nuestra Valencia es una ciudad tan especial.
Y también encontrará en “Crónica de tiempos idos“ las respuestas a esas preguntas que inician este comentario.