A principios de 1989, coincidiendo con el inicio del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, la economía venezolana enfrentaba una crisis severa. Muchos años de administración deficiente habían terminado por agotar, entre otras cosas, las reservas internacionales y la capacidad de pago del fisco. El país se hallaba en una situación de insolvencia que había que enfrentar a muy corto plazo.
A pesar de su ideología socialdemócrata y de su pasado interventor, Pérez buscó el concurso de un grupo de tecnócratas, reclutados de la élite intelectual venezolana, y puso en escena un programa de apertura que tenía como fines inmediatos recuperar las finanzas públicas, estimular la competitividad del sector privado y, en lo político, reducir el tamaño e influencia del Estado. Privatizaciones, estímulos a la inversión extranjera, flotación de la tasa de cambio y liberación de precios fueron algunos de los ingredientes del cambio económico, mientras que, en paralelo, se promovió y aprobó la descentralización política del Estado: los gobernadores y alcaldes serían elegidos directamente por la gente y tendrían un grado de autonomía que, por suma cero, le sería descontado a los partidos y a sus líderes y secretarios generales.
Lo que sucedió con el paquete Pérez ya es historia patria. Luego de tres años de crecimiento económico «asiático» y sostenido (6,5 % en 1990, 10,4 % en 1991 y 7,3 % en 1992), una crisis política y social –ayudada por los golpes de Estado de 1992 y por la oposición de los más diversos sectores sociales– dio al traste con las intenciones del gobierno. Se desprestigió el proceso que había funcionado bastante bien durante tres años y se inició la crisis económica, política e institucional que sumergió a Venezuela en sudor, lágrimas y escasez. Hasta hoy.
Desde la óptica de los procesos de cambio, el fracaso de Pérez y su equipo liberal se hace obvio. El discurso económico tradicional se concentra en las variables macroeconómicas y define los resultados en términos cuantitativos; es decir, las unidades de medida son el crecimiento del PIB, la balanza de pagos y la disminución del déficit fiscal, por mencionar algunos. Lo que pocas veces se menciona –y en este punto el gobierno de Pérez fue especialmente parco y olvidadizo– es que para reemplazar un sistema protegido e intervencionista hace falta algo más que manipular la economía y sentarse a esperar los resultados. Por encima de todo, se requiere comprender, predecir y manejar el impacto que la nueva realidad va a tener sobre la comunidad y su sistema de valores. En el caso venezolano, había que prever que la mayoría de la gente tendría que cambiar sus hábitos, conductas y creencias antes de entrar por el aro de la productividad y la competencia. No se podía esperar que los partidos políticos dejaran de intervenir en el juego económico solo porque habría unas normas nuevas, ni que los empresarios, protegidos durante siglos, saldrían a comerse el mundo.
Un proceso de apertura económica termina siendo mucho más que económico, y sus consecuencias mucho más profundas de lo que comúnmente se cree. Desmontar el paternalismo, fomentar la competitividad y forzar a los consumidores a que se conviertan en fiscales y licitadores de su propio consumo son medidas que van en contra de una sociedad acostumbrada a la protección y a que otro le resuelva sus problemas.
La parada de burro del programa de reformas culminó en 1993 con la destitución y condena de CAP, a la vez que vaporizó el mayor intento de modernización que hubo en Venezuela desde los inicios de la democracia. Y por si fuera poco, abrió la caja de Pandora cultural que trajo remolcada a la revolución bolivariana y terminó en la calamidad actual.
Es que el viaje de la tribu a la metrópoli es largo y culebrero. Y duele. Eso habrá que tenerlo sabido y estudiado, para los que creen que una vez que el chavismo se vaya bastará con tener un modelito económico y buenas intenciones.