Lo que en Venezuela conocemos como chavismo tiene muchas variantes alrededor del mundo. Basta la presencia de un número suficiente de votantes encandilados con el verbo y los desplantes de un iluminado sin escrúpulos para que se manifieste el fenómeno. En cualquier parte parece haber gente dispuesta a emocionarse con los discursos vengadores, patrióticos o simplemente mágicos de unos aspirantes a superhéroes que apelan a los instintos y al cerebro reptil. Acaba de suceder en la democracia más antigua del mundo que el presidente saliente, incapaz de aceptar su derrota en las elecciones, y luego de armar muchos escándalos y recurrir a las tácticas legales más diversas -muchas de ellas estrafalarias, con mínimas probabilidades de éxito-, tomó el paso siguiente a los reclamos y pataletas cuando azuzó de viva voz a un grupo de varios miles de facinerosos para que tomaran por asalto la casa del pueblo en Washington DC y trataran de interrumpir por la fuerza la sesión en la que, precisamente, se iba a declarar ganador de las elecciones al que ganó las elecciones.

El Sr. Trump no se iba a ir del ruedo con gallardía, estaba muy claro, porque la gallardía nunca ha sido su fuerte. Tenía semanas o meses anunciando que las elecciones venían con piquete y que él, palabras más palabras menos, solo iba a aceptar el resultado si ganaba. Afortunadamente, el penúltimo exabrupto del soon-to-be expresidente norteamericano fracasó: ningún personaje de relevancia se atrevió a apoyar la revuelta extremista y el grupo de amotinados (formado, entre otros, por conspiranoicos, tierraplanistas, confederados, supremacistas y delincuentes) terminó por retirarse y eventualmente disolverse, con el altísimo costo de 5 personas fallecidas. Pocas horas más tarde, Joe Biden fue ratificado en sesión conjunta de las cámaras del congreso como presidente electo, listo para asumir el cargo el próximo 20 de enero.

Este capítulo bochornoso del reciente proceso electoral en EEUU no fue sino la culminación de un esfuerzo brutal del trumpismo para cambiarle el signo a unas elecciones que había perdido. El esfuerzo incluyó demandas legales, presión sobre funcionarios a todos los niveles, abuso de poder y ausencia del más mínimo sentido de fair play que debería tener un competidor a ese nivel. Al final, todos los reclamos –los razonables, por supuesto- fueron debidamente atendidos, juzgados y rechazados por las instancias respectivas, hasta que el castillo de naipes del fraude electoral terminó por desmoronarse con la invasión fallida al Capitolio. No sabemos si Trump aún tiene municiones para seguir su ataque en los pocos días que le quedan, pero anda muy disminuido de poder y es poco probable que pueda emprender una nueva cruzada que tenga algo de impacto.

Hay varios hechos llamativos en todo el asunto, empezando por la inquietante realidad de que 74 millones de norteamericanos –nada menos que el 47% de los electores- le dieron el voto a un candidato que –independientemente de sus logros y fracasos de gobierno- había dicho desde el arranque que no respetaría los resultados. Pero también destaca que el contrapeso al coqueteo de la sociedad con un estilo de gobierno arbitrario y poco democrático lo puso la misma sociedad por la vía de las instituciones. Los ciudadanos que contaron los votos, los jueces que decidieron a favor de la legalidad, los gobernadores, legisladores y funcionarios electorales que tuvieron en sus manos la transparencia del proceso actuaron mayoritariamente en línea con lo que dicen las leyes y las normas. Las instituciones funcionaron y se apegaron a la legalidad, no porque unos jueces supremos y poderosos lo decidieron así, sino porque la democracia aún existe en el ADN de la gran mayoría de los norteamericanos (por esa razón, no por otra, es que las instituciones funcionan) y a la hora de escoger entre favorecer al poderoso que más grita o respetar las reglas del juego, se fueron por la opción del respeto. En eso, y poco más, consiste la democracia.




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