Hospital de Emergencias de Ate-Vitarte atiende casos graves de COVID-19 en la capital Lima (Foto cortesía)

La angustia y desesperación envuelven cada día de pandemia a los hospitales de Perú, el segundo país de Latinoamérica con más casos confirmados de COVID-19, donde las familias de los enfermos aguardan estoicamente noticias de sus parientes mientras ven desfilar ambulancias y coches fúnebres.

Sin poder visitarlos ni comunicarse directamente con ellos en la mayoría de los casos, la espera para recibir un reporte médico se vuelve agónica y, cuando lo consiguen, muchas veces el informe resulta insuficiente para sofocar la ardiente incertidumbre de no saber si volverán a ver a su ser querido.

Así sucede a diario en el Hospital de Emergencias de Ate-Vitarte, en la zona este de la periferia de Lima. Se trata de un moderno centro recién inaugurado que el Gobierno designó como el principal hospital para casos graves de COVID-19 en la capital Lima.

Bajo un aislamiento absoluto, en esta instalación, donde bomberos, enfermeros e incluso una niña de 2 años han vencido al virus, hay al menos 50 camas de unidades de cuidados intensivos (UCI), reservadas como último recurso para los casos más graves, cuyas posibilidades de recuperación son a veces mínimas.

Incertidumbre al teléfono

Sus familiares se concentran por decenas todos los días frente al arco rojo de la puerta principal para intentar saber algo de ellos, a pesar de que varios cárteles colgados en la valla advierten que solo se dará información por teléfono, de 13:00 a 17:00 horas. En ese lapso los médicos llaman para dar un reporte escueto.

Ahora al menos llaman una vez al día, pero antes llamaban cada dos o tres días, contó a Efe Wendy Echenique, que aguarda ante la puerta del hospital con un bolsa de productos de aseo que los médicos han pedido para su cuñado, que lleva un mes conectado a un respirador artificial en cuidados intensivos.

Es terrible estar tanto tiempo sin saber nada de tu familiar, sin saber si sigue vivo o está muerto. Es triste, añadió Echenique, que como los demás ha escrito en la bolsa el nombre de su familiar, la edad y el número de cama para asegurarse que le lleguen los productos solicitados ante la escasez dentro del hospital.

El diagnóstico es de neumonía severa. No dicen nada más, solo esperar a que su organismo reaccione, añadió la cuñada del paciente cuyo hermano ya murió días atrás en el mismo hospital de COVID-19.

Recelo sobre reportes

Con suero fisiológico para su marido está Miriam Leguía. Él está en observación y mantiene en contacto gracias a un teléfono que su mujer le hizo llegar, algo excepcional entre el resto de pacientes.

Así se enteró de que su esposo es diabético, un factor de riesgo para COVID-19. «El lunes me dijeron que todavía estaba en triaje y ya no me dieron más información. Desde ese día le están poniendo insulina porque él me contó, pero el médico no me lo dijo hasta el miércoles», lamentó Leguía.

También espera Santiago Valdez, un joven médico que lleva una caja para un compañero que se encuentra en cuidados intensivos tras contagiarse del virus SARS-CoV-2 mientras ambos trabajaban en Iquitos, la capital de la región amazónica de Loreto, que presenta uno de los escenarios más devastadores de la pandemia en el país.

Sé que está recibiendo todos los medicamentos que necesita. En algún momento quise traer pañales y otras cosas que se requieren en cuidados intensivos, pero me han informado que el director y otra gente del hospital se han organizado para poder proveer a todos los pacientes las cosas que necesitan, dijo a Efe.

Como médico comprende la preocupación de los familiares pero le cuesta entender la insistencia por ingresar al hospital. «No deberían ni siquiera pensar eso. El riesgo de contagio es muy alto», recordó.

De pronto irrumpe por la calle un coche de Policía que hace de improvisada ambulancia para dejar a un hombre casi inerte, al que sus familiares cargan a duras penas en una silla de ruedas, pero minutos después les comunican el fallecimiento. Entonces un llanto seco se adueña del ambiente mientras los demás presencian el dolor en silencio, deseando por dentro no tener que pasar por lo mismo.

Indignación por muerte comunicada tarde

En ese mal trago está también Nancy Rincón, que en la parte trasera del hospital, mientras un camión deja tanques de oxígeno y un coche fúnebre se lleva un cadáver, reclama al personal de seguridad una biblia y un teléfono móvil. Eran las pertenencias de su madre, fallecida dos días antes.

Con ojos vidriosos, Rincón relató a Efe que le notificaron la muerte de su madre 18 horas tarde. Murió a las 7:05 del 19 de mayo, pero la fatídica llamada llegó a la 1:00 del 20 de mayo.

El doctor que firmó la defunción nunca nos llamó, pero en el certificado puso que sí lo hizo y que la familia no sabe qué hacer con el cadáver. ¿Por qué mienten?, lamentó a Efe con indignación Rincón, cuya madre ingresó el 6 de mayo y su evolución era prometedora hasta que repentinamente pasó un día a emergencias.

Yo he visto a mi madre caminando y me pedía que la saque. Ella llevaba dos semanas ya estabilizada y de un día para otro la llevaron a emergencias y se murió, dijo Rincón, quien se comunicaba con su madre a través de una ventana. Por allí le alcanzó un teléfono que, según ella, se lo decomisaron.

Al día siguiente de pasar a emergencias ya no nos llamaron y ella ya había fallecido. Nosotros llamamos y no nos daban ningún tipo de información, concluyó con indignación.

No es el único caso, como ya relató hace unas semanas la periodista Milagros Salazar, quien le tocó perder a su padre en este hospital sin haber tenido la oportunidad de despedirse ni tampoco de haber podido asistir a su cremación, según relató en un artículo.

La misma atmósfera se cierne por otros hospitales de Lima, algunos ya colapsados al concentrar la capital peruana dos tercios de los más de 108 mil casos registrados en el país y un tercio de las más de 3 mil muertes por COVID-19 confirmadas hasta ahora.




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