A mediados de los años 90, en la ciudad de Mérida, durante una de las ediciones del Evento Venezolano sobre Motivación que organizaba anualmente la Universidad de los Andes, hubo una reunión (mesa de trabajo, le dirían ahora) de varios consultores especializados en el área “blanda” de la gerencia de organizaciones –temas como psicología y clima organizacional, liderazgo y cultura- para compartir los resultados de las investigaciones que cada quien había realizado, fuera del entorno aséptico y controlado de las empresas, sobre el perfil motivacional de la sociedad venezolana.

Los asuntos más relevantes de la jornada fueron, en primer lugar, las coincidencias en los rasgos colectivos que se dibujaron sin demasiados esfuerzos de interpretación, a partir de las cifras y conclusiones de todos los estudios. Igualmente significativo –y sobre todo preocupante- fue que el dibujo no mostraba un dechado de virtudes ciudadanas, por decirlo de alguna forma. Todavía no andaba el chavismo como opción posible de poder -aunque ya habían sucedido los golpes de 1992- pero se olía que el país lo estaba buscando. Estaba en el aire que algo como la revolución bolivariana iba a hacer acto de presencia, más temprano que tarde, para llevarse el favor del soberano.

¿Qué mostraban las estadísticas y los estudios? En síntesis, una personalidad colectiva poco inclinada a la democracia, que se intuye pero no se toma en serio. Como si fuera puro folklore y no tuviera consecuencias, aunque sí las tenga, y graves. Para empezar, una alta motivación de poder, que se traduce en el regusto por los caudillos y por mandar, junto con una tendencia generalizada a someterse al dictado de los poderosos.

Luego, la externalidad que presenta el 80% de la población; es decir, que 8 de cada 10 venezolanos atribuyen a otros lo que sucede y no asumen la responsabilidad de su vida y mucho menos de sus errores. También se confirmó el alto grado de afiliación; un rasgo que produce una sociedad dividida en clanes de familiares y relacionados, donde las conexiones personales siempre son más importantes que las normas y las leyes. Y como condimento adicional se detectó la preferencia –en el 80% de la población- por la recompensa inmediata: se quiere –y se cree- que todo se resuelva para mañana. Como por arte de magia o, combinado con la fe en los caudillos, por la intervención mágica de un iluminado.

Habría mucho más que comentar, pero el espacio es escaso y muchos de los rasgos que completan el perfil se correlacionan entre sí. La motivación de poder, la externalidad, la afiliación y la gratificación inmediata son suficientes para describir a la sociedad que eligió a Hugo Chávez en 1998, y para concluir que el chavismo, siendo una expresión depurada de lo peor que tiene el venezolano, no podía hacer otra cosa que lo que hizo. Inclusive puede haber sido inevitable (el chavismo), y hasta se podría argumentar que el pacto de Punto Fijo, Copei y AD fueron lo mejor que pudo dar el sistema político venezolano, visto el caldo en el que se cocinó.

La cultura tiene consecuencias, aunque haya gente en Harvard que lo niegue. Y para salvar al país de la tragedia presente y de las futuras hay que conocerla a fondo, con toda su crudeza. Ese sería el primer paso para soñar con la reconstrucción del país.




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