Alfredo Fermín. (Foto Archivo)

Luis Alejandro Borrero

De vez en cuando, don Alfredo salía de su santuario, el último cubículo a la izquierda del primer pasillo del segundo piso en una de las redacciones más bonitas que jamás pisé. Caminaba lento, con su termo en la mano, de camino al expendedor de agua caliente. En medio de ese intento de té, o de infusiones a media tarde, hacía una parada en la oficina reconvertida donde un grupo de entusiastas y yo jugábamos a ser periodistas de investigación. Y digo jugábamos porque nos la pasábamos como niños allí. Este señor, que personificaba el periodismo de toda la región, el oficio, el ejemplo, el honor, se mostraba como un alumno más, con aquella humildad, y pasaba a saludarnos cada vez que podía o que lo dejaban los dolores. Lo hacía, desde luego, sonriendo.

Maestro, para mi fue un honor ser tu alumno, en lo poco o mucho que me pudiste enseñar estuvo siempre la humildad y la pausa como baluartes de un buen texto. Lo tradicional, lo sencillo, lo directo. Fórmula ganadora. Una escuela que, por vieja, no era mala. Era una forma de escribir y de transmitir que se mantuvo fiel, y sobre todo libre, todo el tiempo.

Quien te conoció no pudo irse nunca sin una conversación densa. Sin aprender sobre cultura, sobre arte, o sobre humanidad misma. Sobre sentimientos puros. Y sobre que, en la vida, las personas estamos arriba unos días y por el piso en otros. Aún así nunca te faltaron las ganas de presentarte en tu espacio de trabajo, de ponerle la mejor cara posible.

Se te hicieron muchos homenajes en vida. Y me apuesto algún dinero a que en casi todos te habrás sentido incómodo. Tu lugar era del otro lado del escenario. Con libreta y pluma en mano, y ya en el último tiempo, con grabadora y con Blackberry. Jamás fue una incomodidad para mi enseñarte a buscar un mail en esa computadora vieja que tenías y que te negaste fervientemente a renovar. O a buscar alguna función en un teléfono de pantalla táctil, que te dio a ti tantos problemas y a mi tantas risas.

Al final aprendiste a usarlo bastante bien, para sorpresa de varios.

Hoy falleció Alfredo Fermín. Pero otros podríamos decir que esa despedida se había dado hace rato. La tragedia del chavismo acabó con el oficio como él lo conocía, como si le vaciaran el tanque al delfín en cuestión de cinco años. Todo tan de repente. El gran proyecto del que formamos parte se quedó varado. Y todos, junto con Alfredo, ya estábamos un poquito muertos. Unos renacieron y otros no. Él, simple como fue, no quiso hacerlo. Ya no le quedaba gasolina en el tanque. Fueron unos últimos años llenos de nostalgia, de tragos amargos y trompicones, pero honestos como Alfredo mismo.

En defensa siempre de la verdad y, con ella, de una sociedad más justa.

Hoy falleció, también, un pedacito de Valencia. De su historia contada por una de las mejores voces. De su carisma. De ese lugar vibrante y lleno de extravagancias durante la democracia y que solo la más perversa de las dictaduras supo ir apagando de a poquito. Pasamos del color al gris en tan poco. Esta ciudad no lo merecía y tú, maestro, tampoco. Ser el cronista del desastre era un papel que le quedaba terrible a un tipo que iba siempre con ganas de sonreír, de hacerse un té, de preguntar: «Luis Alejandro, ¿Cómo es que se manda este archivo?».

Será difícil, pero, la gran deuda que ahora tiene El Carabobeño contigo es prevalecer. No importa cuán chicos, cuán pobres, cuán golpeados. La tarea será existir. Y ser para la ciudad, y para la región, un archivo. Algo parecido a lo que fuiste. Todo pasará y será necesario que la gente tenga un lugar a donde ir a tener memoria sobre estos, los peores años de nuestra historia. Y qué mejor lugar que la empresa que cultivaste por cuarenta años.

Existes y existirás siempre en las varias miles de notas, en las reuniones de pauta por la mañana, en los homenajes, en la parsimonia de un periodismo que ya no se ve. En el papel y de remate, en nuestros corazones.

Sin ti nada hubiera sido posible.

Te recordaremos siempre.

 




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