El futuro de un país es el presente de su educación. Está por comenzar un nuevo año escolar. ¿Cuál es el cuadro de la sociedad venezolana? ¿Qué futuro estamos preparando para nuestros niños y jóvenes?

En abril, Susana Raffalli, cuya seriedad y compromiso son reconocidos aquí y afuera, nos decía que el consumo de proteínas había caído en un 80%. Al Correo del Caroní declaró que “Hay niños que llegan a los dos años sin haber probado un pedacito de pollo o carne”.

Recién el querido diario El Impulso de mi región larense, publica aseveraciones suyas en el conversatorio sobre nuestra Emergencia Humanitaria Compleja, un millón ochocientos mil niños venezolanos “se encuentran en situación de sub-nutrición”. El cuadro “es un poquito menor” que el de 2017, dice con característica responsabilidad. Pero, estemos claros, no es posible ser indiferentes ante datos de esa magnitud. Que la malnutrición en los primeros años de vida tiene efectos adversos sobre el aprendizaje y la conducta subsiguientes, está científicamente establecido, como ya podía leerse hace más de medio siglo, en 1966, en artículo del doctor Scrimshaw “Malnutrition, Learning and Behavior”. Por entonces, era un adolescente que publicaba su primer artículo en El Impulso, precisamente y no el adulto mayor que soy.

Esos niños malnutridos pertenecen a los sectores más carentes de la sociedad venezolana, una que según ENCOVI 2021, registra un 94.5% de su población en pobreza. ¿Ha disminuido esa proporción con la liberalización económica discrecional y con la dolarización transaccional? Creo que sí, pero no sustancialmente, tomando en cuenta lo profundo de nuestra caída. Pero otro dato debe tenerse en cuenta, las desigualdades se han acentuado.

Si se comparan las Encuestas de Condiciones de Vida (ENCOVI) de 2021 con las de 2019-2020 encontraremos que se reduce el acceso a la educación inicial y que la educación pública, hasta el nivel universitario, no puede absorber la movilidad desde la educación privada. Los que la dejan porque no pueden pagarla. Lo objetivo es que se refuerzan las inequidades, la cobertura educativa es más baja en los hogares con un clima educativo menor y más pobres. Es decir, los hijos de familias con menos educación y más pobreza son los que a su vez, además de alimentarse peor tienen menos acceso a la escuela.

La consecuencia es obviamente regresiva: perpetuar las diferencias e insisto, ante ella la indiferencia es imposible. Para los defensores del socialismo hegemónico estatista, debería ser muestra de un fracaso inaceptable que exige autocrítica y rectificación a fondo. Pero para cualquier demócrata de izquierda, centro o derecha, no es cosa de aprovechar un jugoso flanco de ataque al adversario, sino del síntoma de un gravísimo problema que amenaza la viabilidad de una democracia, sistema donde decide la mayoría y que requiere de cohesión social.

La política venezolana no puede conjugarse en pasado, basada en reivindicaciones o revanchas “históricas”. Tampoco en presente, afincada en acusaciones o excusas. Su conjugación natural es en futuro. Está urgida de una dimensión de futuro, de una promesa creíble, de una visión de mañana que no debe ni puede conformarse, con mantenerse en el poder para “preservar lo conquistado” o sacar a estos tipos “para que el cambio sea posible”. Así no es, porque no se trata de eso.

La idea de futuro, cómo no, incluye la construcción de la igualdad y la educación es la herramienta igualadora por excelencia. Niños sanos y bien alimentados en condiciones de aprovechar las oportunidades, deben ir a la escuela, donde los reciban maestros preparados, motivados y con remuneración digna.




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