No me refiero, claro está, a que la cepa del Coronavirus, conocida como Covid-19, se haya originado en nuestro país. Bien se sabe que se originó en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei, en la República Popular China. Me refiero, eso sí, a que los efectos del Coronavirus, en términos de la alteración radical de la vida ordinaria, en casi todo el mundo, empezaron a ocurrir en Venezuela hace ya varios años, pero no de un mes para otro, sino de modo paulatino, aunque no por ello menos maligno. La normalidad en la vida personal, familiar, social, en gran parte del planeta está siendo afectada o alterada notoriamente por el Coronavirus. Pues nada, lo que en gran parte del mundo está aconteciendo, acá en Venezuela viene sucediendo durante un largo trecho del siglo XXI, y cada vez de manera más gravosa. Y todo por causa de la hegemonía roja, una pandemia política de consecuencias destructivas.

La cuarentena: El conjunto de los venezolanos lleva mucho tiempo en «cuarentena nocturna»: la mitad del día. Las ciudades se van transformando en un desierto después del atardecer. Casi todos lo que quieren es llegar rápido a sus hogares y encerrarse. Esa «cuarentena» es por el temor más que justificado al hampa criminal que campea en Venezuela. Y esa «soberanía hamponil» no habría sido posible sin su imbricación con el poder establecido. Se llega hablar de dos caras de la misma moneda. En diversas regiones, la inseguridad, la falta de agua, de luz y de gasolina, también han obligado a una especie de cuarentena diurna. No tan rigurosa como la impuesta en la actualidad, y cuya naturaleza pareciera ser más de control político-militar que sanitaria, pero, en todo caso, la experiencia de variados tipos de cuarentena no es una novedad en nuestra menguada realidad.

El colapso de los servicios de salud: En nuestra patria, mucho antes que apareciera el Coronavirus de Wuhan, ya el «sistema de salud pública» era un montón de escombros. El alardeado Barrio Adentro, una iniciativa más retórica que efectiva, está prácticamente abandonado. Los billones de dólares que se asignaron al «sistema de salud» tuvieron otro destino. Y hasta las denuncias de corrupción que se formularon en ámbitos del oficialismo, fueron engavetadas con candado desde los altos mandos de la hegemonía. ¿Por qué sería? Una pregunta cuya repuesta usted conoce perfectamente, paciente lector. Por obra de la devastación económica, por ejemplo, ya no hay seguros médicos nacionales que sean viables. Esos horrores, que se abalanzan sobre numerosas naciones, ya se padecían aquí y mucho peores. No hay condiciones sanitarias para enfrentar el Coronavirus, pero es que tampoco las hubo para impedir que rebrotaran tantas endemias que habían sido erradicadas décadas atrás.

El distanciamiento social: Varios millones de venezolanos, en su mayor parte jóvenes, se han visto forzados a emigrar de su país, por no encontrar en él la posibilidad de un futuro con un mínimo de promisión. ¿Acaso eso no es distanciamiento social? Incluso es más dramático, porque es «desgarramiento social». Eso no tiene nada que ver con el Covid-19, sino con la hegemonía que ha venido destruyendo a Venezuela de manera implacable. La comunidad nacional ha sido fragmentada, dividida, discriminada, en suma, rota y distanciada en sí misma. De una nación de inmigración nos han transmutado en una de emigración, y de emigración masiva, improvisada, apurada. El Coronavirus impone un distanciamiento social por un período determinado. No así el distanciamiento o desgarramiento social de nuestra emigración, que es muy difícil de revertir mientras la hegemonía continúe imperando.

La recesión económica: La economía venezolana es una catástrofe mundial. La caída brutal de la actividad económica, comenzando por la petrolera; la hiperinflación, el desempleo rampante, la dolarización a las patadas, la depredación de todo lo depredable por parte de los mandoneros de la hegemonía –cuyos personajes más reconocidos han sido acusados formalmente de narcotraficantes o cómplices del narcotráfico ante jurisdicciones extranjeras–, todo ello, y mucho más, retratan un cuadro imposible de superar en su profundidad y extensión devastadora. Venezuela es un país petrolero sin gasolina. Un país hidroeléctrico sin luz. Un país hídrico sin agua. Hablo, desde luego, de la escasez de bienes y servicios que esos grandes recursos deberían de generar. Y que generaban antes de la pandemia política. Por eso, las interminable explicaciones sobre la recesión económica internacional, lucen como un juego de niños ante el despeñadero económico y social de Venezuela.

Para concluir estas líneas, que podrían ampliarse y sustanciarse en una próxima oportunidad, sólo resta manifestar una esperanza. Sí, una esperanza, una espera de bienes futuros. Suena paradójico, pero no es así. Y es que el Coronavirus, con su aterrador despliegue en un mundo acostumbrado a una cotidianidad relativamente tranquila, ha despertado serias interrogantes sobre lo qué es y no es esencial en la vida. La paz, la convivencia, la libertad, la justicia, los derechos y deberes humanos, la valoración de la trascendencia que los creyentes llamamos Dios, son la esencia que hacen de la vida, una vida humana. Una de las naciones más necesitadas de una vida humana es la nuestra. Tengamos esperanza de que esa misma nación adquiera una conciencia cierta de ello, y acopie las fuerzas necesarias para superar el presente y abrirse un futuro humano y digno.




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