Se pelea con los medios de comunicación y los llama embusteros, interesados y defensores de la oligarquía. A menos que lo llenen de elogios. Si no hay medios que lo elogien, los crea con plata del gobierno, o sea, de los ciudadanos.

No soporta la crítica. No es capaz de corregir el rumbo que tiene fosilizado en su cabeza. Ese rumbo, con mucha frecuencia, no tiene nada que ver con logros ni mejoras para la población, sino con su permanencia en el poder y con los proyectos mágicos que salen de su cabeza alucinada y casi nunca llegan a concretarse.

No le importan las ideologías. Toma la que más le conviene en el momento. Su única convicción permanente es ser el que manda. Por supuesto, no cree en tribunales independientes ni en legislaturas opositoras ni en nada que pueda contrapesar su autoridad. Su necesidad de poder no se sacia nunca. Es como un hueco negro. Una adicción. Una patología, alimentada por su bajísima autoestima y su ego hipertrofiado.

Exige lealtad, pero él no es leal. Exige incondicionalidad a sus súbditos, pero sin reciprocidad. Usa a la gente y la descarta cuando no le sirve. Es tremendamente susceptible a la lisonja. Se rodea de aduladores y los deja aprovecharse de los recursos del Estado. Luego, los mantiene como rehenes y los acusa de corrupción si se quieren salir del rebaño.

Cree que está predestinado a la grandeza. Es megalómano. Proclama a los cuatro vientos que lo que hubo antes que él no sirve. Solo existen –y existirán- las cosas y el país después de que él los transforme. Le da a su mandato nombres rimbombantes como la V República o la 4ta. Transformación. Pretende cambiar la historia, y trata de reescribirla para “demostrar” que antes que él estaba el caos.

No tiene ética ni moral, aunque proclama que es la persona honrada y protectora de los pobres que necesita el pueblo. Se rodea de “luchadores sociales” y “defensores de los derechos humanos” que terminan corrompidos, presos o exilados. Siempre es posible encontrar evidencias de sus negocios sucios y su falsa moral, pero él los señala como ataques de la cúpula podrida, o de la casta, o de los intereses imperialistas transnacionales.

No asume responsabilidades por sus errores ni por la ausencia de resultados. Siempre tiene un enemigo externo al que culpar de lo que sale mal. Como el Emmanuel Goldstein de la novela 1984, el bloqueo de EEUU a Cuba, la guerra económica de Maduro o los judíos socialistas de Hitler. También se victimiza por su raza, condición económica u origen social, y usa esa condición de víctima para generar la adhesión a su causa de los que se sienten maltratados, malqueridos o rechazados.

Le encantan los símbolos patrios. Los escudos, las banderas y los himnos forman parte integral de su escenografía. Usa la palabra “patria” hasta el cansancio. Otras palabras que repite continuamente son “pueblo” y “yo”.

Parte de su discurso se fundamenta en que el pueblo es bueno y los demás son malos. Como él es la encarnación del pueblo, él es bueno. Sin embargo, detesta el éxito y el bienestar de los demás. Parte de la premisa de “si tú estas bien, yo estoy mal”. Los quiere a todos pobrecitos y desamparados para dar limosnas, no con el fin de ayudar sino para que todos dependan de él y así sentirse más poderoso.

Por la razón que sea, está convencido de que la vida le debe muchas facturas. Sea por abandono, falta de cariño materno, falta de reconocimiento paterno o simple disfuncionalidad familiar, está muy resentido por algo que lo afectó y quiere cobrar completo. Escogió el poder como moneda de pago, pero nunca se dará cuenta de que ningún privilegio ni prebenda será suficiente para satisfacer su deseo de venganza. Mientras viva, siempre irá por más

Puede ser muy ignorante y primitivo, pero, por alguna razón, la gente se cree sus discursos y promesas, aunque sean rimbombantes, falsos y fantásticos. Su mayor habilidad es conectar con la masa a un nivel casi místico; religioso; de secta sagrada. La tragedia comienza en el momento en el que es elegido por “su pueblo”. Ya llegó a donde quería. Y si el pueblo se equivocó, mala suerte. Haberlo pensado mejor.




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