La verdad, uno no sabe si el tema de los “desembarcos rebeldes” en Macuto y Chuao merece más caracteres de los que ya se le han dedicado. Gente seria ha escrito sobre cómo y dónde empezó, se montó y se desarrolló este aparente plan de invasión, captura, entrega y cobro de recompensa, y las opiniones y calificativos coinciden, en un grado bastante alto: absurdo, torpe, chapucero, bizarro y trágico a la vez. Si no hubieran asesinado a nadie, y si los detenidos no estuvieran siendo torturados en este preciso momento, el episodio sería el guion perfecto para una película de Monty Python tropical. Sería motivo de risa, de burla, de comiquita. Pero resulta que no, que no hay nada de risa en todo esto. Todo lo contrario. Es alarmante que a los más altos niveles del gobierno interino de Venezuela se haya fraguado un lance tan aventurero como improvisado. El que después se haya desechado, infiltrado por el régimen y haya quedado en otras manos, ansiosas de sacar provecho de los despojos, es cosa aparte.

Lo primero que viene a la mente es aquello de que todas las opciones están sobre la mesa: se asume, por sentido común, que la frase “todas las opciones” tiene implícitas las palabras “factibilidad” y “razonabilidad” por alguna parte. Pero el caldo se pone espeso cuando recordamos, a raíz de los hechos recientes, que también se habló de opciones “por debajo de la mesa”. Es obvio que la invasión con mercenarios para sacar del país a unos capos de la dictadura, llevarlos al Imperio y montar a Juan Guaidó como presidente era una de las opciones que estaba debajo de la mesa. No precisamente lo que uno imaginaría como operación secreta “por debajo de la mesa”: algo más sofisticado, menos a lo Rambo y con alguna probabilidad de éxito. Una iniciativa que sirviera para debilitar a la dictadura y causar su caída; no una operación comando sacada de Soldiers of Fortune o de algún videojuego de moda. Una operación ejecutada con aliados democráticos y con ejércitos regulares, no con comandos a sueldo.

La otra faceta que destaca –y asombra- de la operación Gedeón es la empresa con la que los asesores del gobierno interino llegaron a firmar un convenio, carta de intención –o como se le quiera llamar- de más de 40 páginas y a un costo estimado de 200 y pico de millones de dólares. Resulta que la firma de seguridad Silvercorp tiene apenas dos años de fundada, anda muy corta de cash y los logros privados más notables que muestra su dueño son su participación como escolta en un mitin de Donald Trump y haber sido personal de seguridad en el concierto por la paz de 2019, en la frontera entre Venezuela y Colombia. O sea, que no solo se empujó una opción descabellada, sino que se firmó un acuerdo con una empresa que no tiene los medios ni el personal ni la experticia ni la trayectoria para llevar el encargo a feliz término.

No se sabe cuánta gente estaba al tanto del plan, ni hasta qué nivel se llegó a discutir su factibilidad. Los asesores estratégicos del presidente interino, JJ Rendón y Sergio Vergara, firmantes del acuerdo, deben haber figurado como sus principales impulsores y promotores, pero cuesta creer que el tema no se haya conversado en las instancias más altas de la oposición al régimen chavista. Al final, no importa ya si las negociaciones con los mercenarios se suspendieron en noviembre del año pasado, y tampoco importa que los firmantes hayan renunciado como parte del control de daños. Lo que preocupa sobremanera es que una aventura con estas características haya sido considerada por el gobierno interino y haya llegado hasta donde llegó. Una aventura que debió descartarse al cabo de una o dos reuniones con un analista y un pasante, y mucho gusto en conocerlo señor Goudreau. Una aventura que exige rectificaciones, porque le entregó a la dictadura tela que cortar y le costó al bando democrático un chorro de capital político. Con la inevitable desesperanza para el ciudadano común.




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