Los números, en Venezuela, ya no dicen casi nada. En noviembre del año pasado se registró una inflación récord: los precios aumentaron ese mes un 57%, según el seguimiento que hace la Asamblea Nacional. Venezuela entró en la temida hiperinflación que se advertía desde hacía dos años. Aunque la cifra de este noviembre aún se desconoce, en octubre ya triplicó la registrada hace un año, un porcentaje escandaloso para los economistas que se convierte en sofocante en la vida cotidiana. El viernes, las autoridades venezolanas anunciaron una devaluación del bolívar del 43%. Un día antes habían elevado el salario en 150%.

Karina Cancino, de 42 años, era hasta el año pasado gerente de su productora audiovisual. Ella no necesita cifras para medir la inflación: “He reducido la calidad de vida de mis hijas. Las clases de inglés, baile y deporte se acabaron este año. También el seguro médico. Tampoco hemos viajado: desde hace dos años, cuando fuimos a Nueva York, no salimos de vacaciones. Trabajo solo para mantener a las niñas”, añade.

Cancino vive ahora del pequeño cafetín que abrió en una clínica en Caracas a principios del terrorífico 2018 que pintaban los expertos. Llevaba seis meses sin trabajo, después de que disolviese la compañía que tenía con otros socios residentes en el extranjero. “Todos los meses renunciaba el personal porque se iba del país. Todos los meses teníamos que entrenar a nuevos empleados, se hacía imposible seguir trabajando acá. Era muy difícil estar ajustando salarios, retener a las personas, lidiar con aumentos de alquiler y fallas de servicios”. Los pocos ahorros en dólares que tienen ella, su marido y sus hijas de seis y 12 años los preservan como un seguro: para cuando venga una emergencia médica.

Para los venezolanos, la hiperinflación —un fenómeno del que la región no sabía desde principios de la década de los noventa, cuando Perú sufrió una fortísima subida de precios— ha implicado un empobrecimiento mayor del que se ha registrado nunca antes en América Latina. Primero porque la voracidad de la escalada inflacionista se produce en un país sin apenas industria y sin agricultura y totalmente dependiente de la importación, lo que ha cronificado el desabastecimiento. Segundo, porque un año después del problema —al menos en la definición técnica de hiperinflación, porque la escalada había empezado mucho antes—, el Gobierno de Nicolás Maduro ni siquiera se refiere al mal por su nombre, sino que lo mete en el saco de la llamada «guerra económica» que ha afrontado con medidas contraindicadas. A una economía infestada de liquidez, las autoridades le siguen agregando dinero con consecutivos aumentos de salarios y bonificaciones que el fisco no está en capacidad de respaldar, por lo que se ve obligado a imprimir más y más billetes. El perro que se muerde la cola.

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