Ser emigrante no es ningún juego. No es una decisión que se toma a la ligera, así como “vámonos a Colombia que allá hay chamba”, o “en Ecuador nos dejan entrar y son burda de solidarios”. Salir del territorio en el que uno nació, se crio y generó los afectos de su vida para empezar en tierra extraña siempre es un trauma, aún con circunstancias favorables. Significa salir del vientre protector de lo conocido y meterse en una aventura que casi siempre se inicia con las probabilidades en contra, por decir lo menos.

Los hijos de emigrantes conocemos algo del tema. Hemos visto la nostalgia y la sensación de no ser de ninguna parte, porque la tierra nueva no es propia y la propia dejó de serlo. O las esperanzas de que “Franco ya se muere” y cuando se muere no queda energía ni entusiasmo para el retorno. O el empeño en asimilarse a una cultura distinta y unos códigos nuevos, y la dificultad de hacer amistades con gente con la que no se tiene una historia común. Gente que vivió otra vida, escuchó otra música, tiene otros paisajes en la memoria, otras remembranzas y otros problemas.

Venezuela, desde hace 20 años y por primera vez en su historia, se volvió un país de emigrantes. El chavismo se dio a la tarea de complicarle la existencia a los habitantes de esta ribera del Arauca hasta que, de a poquito en los primeros tiempos y por millones en los últimos años, los paisanos se han visto obligados a salir como sea de un país que no les ofrece nada y quiere quitarles todo. Las imágenes son terribles, el éxodo es incontrolable; la gente escapa de una guerra de baja intensidad, pero guerra al fin, que ha emprendido una dictadura ilegítima contra los que alguna vez fueron ciudadanos de una república.

Se calcula que 4 millones de personas se han ido de Venezuela, y contando. Se irán muchos más porque no se moverá un dedo para resolver el desmadre, pero mayormente porque al régimen le complace tener menos bocas que pidan alimentos, menos enfermos que pidan medicinas y menos opositores protestones. Todo encaja en la aritmética perversa de la visión chavista, que no es otra sino la de un territorio medio despoblado, con habitantes desnutridos y apaleados que dependan de la limosna oficial mientras, para los gobernantes, militares y enchufados, existe una vida de lujos comprada con el dinero de los demás.

La dictadura niega la emigración y la crisis humanitaria, no por necedad ni por el simple placer de mentir (aunque la mentira se le dé muy bien). Lo hace porque no quiere a ningún organismo externo jurungando basura en su patio, y más importante, porque quiere que la gente se siga yendo. Mientras más sean los que emigren, más poderosos se sentirán los que mandan. Así de simple.




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