El volcán en Guatemala mantiene en expectativa a las personas. (Foto EFE)

Desde el poste de electricidad frente a la casa de Henry Rivas, la policía ha tendido una cinta roja que marca el comienzo de la zona de seguridad, el límite entre la vida y la devastación que provocó el domingo por la tarde el Volcán de Fuego en Guatemala.

A escasos 200 metros del hogar de Henry están los restos de lo que antes fue San Miguel los Lotes, convertido en mar de polvo grisáceo aún humeante en el que se mezcla el olor a calcinado y los cuerpos sin vida de gallinas, vacas y otros animales esparcidos por el área arrasada.

Debajo del manto de ceniza yace aún un número indeterminado de cuerpos humanos, quizás alguno de los 192 desparecidos que busca el gobierno, ninguno de los 75 muertos ya recuperados.

«Ahora tenemos miedo a que la lava nos entierre», explica Rivas, de 37 años, que se encontraba trabajando en Honduras cuando el flujo de material incandescente cayó por la ladera del volcán.

Desde el patio de su casa no se ve ningún vecino más, la mayoría no ha regresado desde el domingo. El único movimiento perceptible es el de los camiones cargados de ceniza y de los rescastistas, que el miércoles bajaron los cuerpos de cuatro personas y puntualmente alguna gallina o perro vivos.

A Henry su esposa le relató lo sucedido el domingo. Las autoridades no les avisaron del peligro, denuncia. Salió corriendo junto a sus cuatro hijos cuando vio bajar por la carretera a los sobrevivientes de San Miguel los Lotes, uno de los pueblos arrasados por el volcán.

Desde entonces su esposa solo piensa en dónde van a ir a vivir, asustada porque el torrente de destrucción que descendió la ladera sureste del volcán detuvo su marcha a escasos metros de su hogar. Y para encontrarlo se encomienda a la divinidad y al presidente Jimmy Morales: «Pedimos a dios y al presidente que nos dé una parcela lejos de aquí», suplica.

– Miedo a los actos delicuentes –

En El Rodeo, a un kilómetro de allí, donde viven ocho mil 500 habitantes, la vida regresó a parte de población aún temerosa por los robos y el volcán, al que consideraban una parte no agresiva del poblado.

«Salí corriendo y dejé la tienda abierta. Cuando volví se habían llevado todo», recuerda Demetrio Cuc, de 33 años, propietario de una tienda de comestibles en el cruce de cinco calles que hace las veces de plaza municipal, en la que diariamente se reparten víveres para los vecinos y en la que se reúnen para organizar los turnos de vigilancia.

La tienda de Cuc es de los pocos comercios que desde el domingo, cuando la gente se fue y dejó atrás un pueblo cubierto de un manto de ceniza, ha vuelto a levantar la reja, dando al pueblo cierto aire de normalidad. La farmacia vecina y El Pollo Frito Súper Chapincito no lo han hecho.

A Deissy Omar, de 20 años, los mismos que lleva viviendo en el pueblo, el volcán se le llevó la vida de su prima, su esposo y tres hijos. 72 horas después de la tragedia vuelve a su casa «a recoger sus cosas». No quiere saber nada más del volcán ni de saqueadores.

La familia de Omar se ha marchado a varios kilómetros del pueblo, a una casa que le han prestado, y ahora depende de la ayuda estatal que ha pedido para encontrar una vivienda lejos del Volcán de Fuego.

Los vecinos más mayores aseguran que el volcán no les da miedo, que están acostumbrados, aunque reconocen que lo del domingo fue algo excepcional: “He visto miles de erupciones pero ninguna como esta”, explica el salvadoreño Francisco Javier Cañas, de 81 años, de los cuales más de 50 por la zona del volcán.

Su vecino Simón Hernández, de 73 años, pasa el día sentado mirando al coloso de 3.763 metros de altura que se levanta frente a sí. Entre ellos, una pequeña colina, que según él, protege al pueblo de la furia de la montaña pero no de los saqueos.




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