El subestimado fenómeno musical

Oír es simplemente dejar que el mundo penetre en nosotros a través del sonido, un flujo constante que no necesita nuestra voluntad. Escuchar, en cambio, es un acto deliberado y profundo. Mientras que oír es existir en medio del sonido, escuchar es vivir dentro de él, desentrañarlo, darle un lugar en nuestra alma

Hagamos un ejercicio: ¿Cuándo fue la última vez que oíste música? No me refiero a escuchar atentamente un recital, un video de un concierto, una canción o una simple melodía. Sencillamente al efímero acto de oír algo mientras hacemos otra cosa: fregar, estudiar, caminar, ver una película -con banda sonora-. Ya incluso los CD desaparecieron, o al menos los CD players. Actualmente ponemos canciones en Alexa, Spotify, YouTube, Deezer, Apple Music, SoundCloud y cuanta plataforma nos ofrece el voraz y acelerado mercado tecnológico. No nos hemos dado cuenta, pero la práctica inmediatez del acceso a la música ya es cotidiano, incluso imprescindible. Ya no hace falta ni buscar en el celular. Con solo mencionar la palabra Alexa, tenemos alcance a todo un universo que va más allá del sonido. Por cierto, hace unos días me regalaron un CD. Caí en cuenta de que no tengo en mi casa cómo escucharlo.

Mas no quiero dispersarme en el tema. Volvamos al ejercicio. Te invito a que cierres los ojos y trates de recordar cuándo fue la última vez que oíste música. Para ello, debo hacer la distinción entre “oír” y “escuchar”. Oír es simplemente dejar que el mundo penetre en nosotros a través del sonido a través del complicado sistema que comprende el oído. Un flujo constante que no necesita nuestra voluntad. Es el murmullo de la vida que nos envuelve, como el rumor del viento entre los árboles o el eco de una conversación distante.

Escuchar, en cambio, es un acto deliberado y profundo. Es regalar atención, abrir el corazón y sumergirse en el significado escondido detrás de cada nota, cada palabra. Mientras que oír es existir en medio del sonido, escuchar es vivir dentro de él, desentrañarlo, darle un lugar en nuestra alma. Beethoven, por ejemplo, no oía, pero escuchaba perfectamente en su mente y corazón. Repito: La última vez que “oíste música”, no que “escuchaste música”. Piensa.

Porque cuando “ponemos música” en cualquiera de las plataformas, la mayoría de las veces sencillamente oímos sin escuchar. Tal vez hasta cantamos al son de la música, o nuestros pies se mueven siguiendo el compás, pero eso es oír. No escuchar precisamente.

Aunque parezca contradictorio, la tecnología, que nos brinda un acceso inmediato a la música, también puede alejarnos de ella. Su facilidad de disponibilidad nos lleva, a veces, a subestimar su verdadero valor. Rara vez reflexionamos sobre el arduo esfuerzo creativo, emocional, intelectual y técnico que hace posible cada obra musical. Podemos viajar sin esfuerzo y en segundos, desde un vibrante merengue de Juan Luis Guerra, pasar por un apasionado joropo de El Indio Figueredo y aterrizar en la mágica narración musical de Scheherazade de Rimsky-Korsakov, sin detenernos a pensar en las mentes y almas que hicieron posible esa diversidad.

Mi amigo y maestro Walter Guido ofreció, en una ocasión, la definición más sencilla y cautivadora sobre el origen de la música que he escuchado. Según él, la música nació cuando el ser humano, al producir un sonido -sea con su voz, una palmada o golpeando un objeto- quedó impactado por el efecto y, en ese asombro, decidió repetirlo. En ese instante de curiosidad y repetición, surgió el germen de lo que hoy conocemos como arte musical.

El arte musical es intangible, efímero y subjetivo. Una partitura no es música, como tampoco lo es un disco, un cassette o un CD. Una partitura es, en esencia, una representación gráfica de la música, siguiendo los estándares centroeuropeos establecidos a partir del siglo XV. Por otra parte, el sentido del oído no es prescindible, como lo es la vista, el gusto, el olfato o el tacto. Si no nos gusta algo que estamos viendo, cerramos los ojos. Si no nos gusta que nos toquen, apartamos el brazo. Si no nos gusta el sabor de algo, lo escupimos. Si algo huele desagradable, nos tapamos las fosas nasales, pero si hay un sonido desagradable, por más que nos tapemos los oídos, es imposible impedir que el incómodo sonido penetre. La música es algo imposible de evitar; incluso un sordo no puede escapar de su existencia, como lo demostró el ilustre compositor alemán que, a pesar de su silencio físico, escuchó antes de crear su obra.

Inicié este artículo haciendo un ejercicio. Reitero: ¿Cuándo fue la última vez que oíste música? Seguro ya tienes la respuesta: “no recuerdo”. Ahora habría que contextualizar esa pregunta para finales del siglo XVIII. La única manera de “escuchar música” era asistir a un concierto o recital, tocar un instrumento o cantar. Esto último era algo más casero e informal. Pero un evento en un teatro implica un costo, un traslado, una logística; requiere una concentración mental y emocional ya que es un momento único e irrepetible. Los compositores solo podían escribir sobre papel pentagramado. No había otros recursos para grabar o reproducir música.

El primer dispositivo reconocido y comercializado mundialmente para reproducir música en lugares íntimos y sin la intervención humana directa fue la “cajita de música”, esa que suele estar en los joyeros o juguetes, inventado a mitad del siglo XVIII. Consiste en un cilindro metálico con pequeñas púas que, al girar mecánicamente, hace vibrar una serie de lengüetas metálicas, produciendo una corta melodía y algunas veces con pequeños acordes. De allí se pasó al invento del fonógrafo de Edison en 1877, inspirado en el foniáforo de Edouard-León Scott de 1857.

En tiempos pasados, los compositores creaban música que rara vez llegaban a escuchar. Muchas de sus obras, concebidas por encargo, eran entregadas al cliente y luego estrenadas en lugares alejados de ellos. En el mejor de los casos, tenían la oportunidad de escuchar una sola vez lo que habían escrito. Johann Sebastian Bach nunca llegó a oír en vida los Conciertos de Brandemburgo, y Wolfgang Amadeus Mozart tampoco escuchó muchas de sus sinfonías y óperas. Y casi todos los compositores escucharon, por una vez en su vida, sus obras. Este destino fue compartido por otros compositores menos conocidos, cuyas partituras permanecieron en silencio hasta que, años después de su muerte, alguien las transformó en sonido por primera vez.

La próxima vez que una música llegue a tus oídos, no te limites a oírla. Escúchala. Sumérgete en ella. Saborea cada nota, cada pausa, cada matiz. Recuerda que tienes el privilegio de disfrutar algo que ni siquiera muchos de sus creadores soñaron con experimentar completamente.

 

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

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Juan Pablo Correa

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