Los gobiernos no están para hacer felices a sus gobernados. Tampoco están para hacerlos héroes ni famosos ni para darles un propósito de vida. La felicidad, la fama o lo que cada quien quiera hacer con su existencia pertenecen al terreno de las decisiones y preferencias individuales, y presentan opciones tan variadas como diversa es la especie humana.

El mayor valor agregado que se puede esperar de un gobierno es que administre con eficiencia y honestidad unos cobres que le pertenecen a la gente, y establezca las mejores condiciones posibles para que, ahora sí, cada quien pueda buscar su propia felicidad, su fama o su vocación espiritual. La manera más razonable de cumplir decorosamente con este papel es que quienes ejercen las funciones públicas se dediquen –y se enfoquen-  a unas pocas tareas como seguridad, cumplimiento de las leyes, defensa del territorio y de las libertades, relaciones externas, educación y salud básicas, algo de infraestructura y políticas económicas sanas (control de inflación, desregulación, fomento a la inversión, estímulos a la competencia), mientras que el resto de las actividades quedan en manos de los que deben ejercerlas: los ciudadanos o, para ser más específico, el sector privado.

Así como los que gobiernan deben conocer y ejecutar sus funciones dentro de límites muy estrictos, a los gobernados les corresponde reforzar esos límites. A la sociedad le toca, primero que nada, alejarse mediante el voto (se supone que todo esto ocurre en democracia) del intervencionismo estatal, de los iluminados, de los que quieren llegar al poder para “salvar” al pueblo y de los que usan en exceso la palabra Patria; y en segundo término, en buen uso de la libertad de expresión y de protesta, le toca al soberano reclamar civilizadamente lo que el gobierno no está haciendo bien (siempre que el reclamo caiga dentro de las atribuciones del gobernante), mientras resuelve por sí solo los problemas que corresponden al ámbito privado.  O sea, que si mi trabajo no me gusta o estoy aburrido con la vida cotidiana o quiero salir del anonimato o mi familia no me quiere, no vale pedirle al gobierno que me resuelva, ni vale que el gobierno se salga de sus funciones y descuide el uso de sus recursos para atender problemas que son del dominio individual.

A pesar de toda la argumentación a favor de limitar el tamaño y las atribuciones del Estado, hay mucha gente que no aprende, o no quiere aprender, y se encandila con liderazgos salvadores o redentores o vengadores, creyendo que pueden darle significado a su vida a través de las arengas de un vendedor de espejitos o vandalizando los bienes ajenos porque amanecieron con berrinche. Eso fue lo que hizo la sociedad venezolana cuando le regaló el país al chavismo, y lo que hacen las multitudes inmaduras cuando salen a destruir porque quieren su banderita, su dialecto o su vida de primer mundo para mañana. Son los que aludía Thomas Jefferson, uno de los Founding Fathers de la democracia norteamericana, cuando escribía en contra del excesivo poder del Estado: “un gobierno suficientemente grande para darte todo lo que quieres es también suficientemente fuerte para quitarte todo lo que tienes”. Y dada la perversa influencia que ejerce el poder en quienes lo ejercen, sobre todo en sociedades poco informadas e inmaduras, es muy probable que un Estado grande le quite a la gente mucho más de lo que le entrega, empezando por las libertades… Y la oportunidad de buscarse la felicidad.




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