Un terrorista cuando se ve cercado, sitiado y a punto de morir no llama a su familia para pedir que oren a Dios por él y sus amigos en peligro ni para decirle a los suyos que él está con Dios y que pase lo que pase no dejen de creer en Jehová de los Ejércitos. El terrorista se enfrenta al contrincante de manera feroz y ataca hasta vaciar los cartuchos de las armas de fuego,  acabar con las granadas y otras explosivas, fallecer o ganar la pelea, al tiempo que expresa palabras obscenas y maldiciones. Se atrinchera hasta en sótanos o debajo de la tierra para no ser encontrado y es un perfecto errante que no pernota en lugar alguno, porque se sabe delincuente y que la muerte le persigue en cualquier sitio donde vaya y se encuentre. No se rinde, sino que usa el terror para coaccionar a sus objetivos humanos y liquidarlos en la primera oportunidad que se presente.

Un terrorista tampoco lanza una granada a instancias del poder, desde un helicóptero que pilotea para asustar a quienes conforman a esa institución por tener la convicción de que  la actuación profesional de ellos está viciada, arropada por la corrupción y el abuso de poder. Tampoco asalta un comando sin disparar un solo tiro ni matar a los militares que custodian ese lugar, porque la visión de un terrorista es matar y acabar con lo que se le atraviese e impida sus actos vandálicos. No obstante, Óscar Pérez y su grupo no mataron a ningún venezolano, porque no eran asesinos de inocentes, sino que buscaban atrapar, según sus palabras, a quienes han destruido el país y son los culpables del hambre y la miseria de una gran mayoría de venezolanos

Descripción que desmonta el estigma que los representantes del gobierno del presidente Nicolás Maduro quieren infundirle a Oscar Pérez y sus compañeros masacrados el pasado lunes 15 de enero de 2018 en El Junquito, para manchar los motivos reales de la insurrección del detective del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas, (CICPC) y justificar la manera brutal y extra judicial en la cual fueron masacrados por funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado y por paramilitares armado integrantes de la nómina de la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, pese a que tenían doble identidad y amplio prontuario criminal y judicial.

Las hazañas de Oscar Pérez contra las atrocidades cometidas por muchos de quienes están hoy en el poder, no se les puede arengar el calificativo de terrorismo por el simple hecho de haberse revelado frente a la manera autoritaria, dictatorial e inconstitucional como se gobierna hoy Venezuela. Chávez, al igual que Pérez tenía un sueño libertario para Venezuela y se levantó en armas en contra del presidente Carlos Andrés Pérez por la corrupción imperante en ese momento en el manejo de los dineros públicos y la pobreza que sucumbía el bienestar del 80 por ciento de la población. No obstante, ni el mismo Jefe del Estado ni otro funcionario de los tres poderes existentes en esa época, contemplados en la Carta Magna de 1962, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, le endosaron el nombre  de terrorista al teniente coronel sublevado, junto a varios de sus compañeros del Ejército. Al contrario, Rafael Caldera justificó esa acción ante la pobreza en la cual vivía un gran porcentaje de la población durante ese entonces.

Opinión que convirtió al después presidente revolucionario, en un líder mesiánico en quien miles de venezolanos que votaron por él creyeron podía solucionar la crisis económica, política y social, emergida del modelo bipartidista y clientelar que gobernó al país desde 1958, pero que ya estaba agotado por las inequívocas políticas públicas dictadas por quienes gobernaron durante 40 años gracias al pacto de Punto Fijo, suscrito por los partidos políticos bajo los albores de la incipiente democracia.

Un modo de gobernar que prometía cambiar en 180 grados con el  proceso de descentralización política y administrativa, iniciado en el país en 1989, con la promulgación de las leyes de Descentralización y de Elección de Gobernadores y Alcaldes, pero que fue abortado con la llegada al poder de Hugo Chávez Frías, quien suprimió ese proceso y redescentralizó todas las competencias que habían sido trasladadas a las gobernaciones y alcaldías desde el poder central, a pesar de tener resultados de gestión positivos. Medida errónea con la cual comenzó el retroceso de todos los avances logrados con la descentralización y catapultó el desarrollo regional y, por ende, el nacional, hasta llegar a esta hecatombe en todos los sectores productivos de Venezuela, cuna de propios y extranjeros en otrora y, hoy, sitio de huida de muchos conciudadanos por el hambre, la miseria, la inseguridad, la falta de comida y medicinas, además de la amenaza latente de la implantación legal del modelo castro comunista, como forma de ejercer el poder.

Los riesgos que implica ser gobernados por un hombre con ideas totalitarias y de políticas públicas de corte comunista que han destruido el bienestar de los venezolanos y solo les garantiza hambre, miseria, desnutrición y más pobreza de la que había cuando Hugo Chávez Frías se alzó en armas contra un gobierno legalmente establecido, sin importar las muertes que eso arrojaría, es lo que llevó a Oscar Pérez y su gente a la insurgencia contra la gestión de Nicolás Maduro y todos los personajes que están en su entorno político. Por eso, el catalogarlos como terroristas no cabe en ese contexto insurreccional, porque  los “ataques” cometidos por Oscar Pérez y su grupo fueron limpios y sin ninguna baja humana, pues su ideal, de acuerdo con sus actuaciones y palabras,  no era asesinar a los venezolanos, sino enjuiciar a quienes, según él, eran los responsables de la muerte  de niños, jóvenes y adultos por  inanición ante la dificultad de encontrar alimentos y medicinas. E igualmente, entregar a la justicia internacional a todos esos funcionarios gubernamentales corruptos, enriquecidos ilegalmente a través de comisiones, negocios sucios y malversación de los dineros públicos, así como a todos aquellos violadores de los derechos humanos y asesinos de los venezolanos que se atreven a protestar. Eso era lo que pretendía hacer Oscar Pérez y su grupo para restablecer la democracia y asegurarle el bienestar a cada venezolano.

Oscar Pérez, José Alejandro Díaz Pimentel, Daniel Enrique Soto Torres, Abraham Israel Agostini Agostini, Jairo y Abraham Lugo Ramos, además de Lisbeth Andreina Ramírez, no se les puede definir como terroristas, porque no dispararon un arma cuando los sometieron. Tampoco se enfrentaron al opresor. Se rindieron y creyeron en la palabra del alto oficial que fungía como negociador, quien les garantizó su vida por orden del Presidente de la República. No obstante, les rodeaban más de 500 hombres e infinidades de tanquetas de guerra y otras armas que sirven para destruir blindajes. El pacto de rendición no se respetó y nunca llegaron al escondite de Oscar Pérez y sus compañeros un fiscal del Ministerio Público, un funcionario de la Defensoría del Pueblo ni periodistas de los medios de comunicación y representantes de la iglesia, como lo solicitaba Pérez, porque al parecer sólo era un cuento lo de preservarles la vida, porque en un abrir y cerrar de ojos solo retumbaban sobre esa casa los sonidos estruendosos y mortales de los cohetes lanza granadas que aseguraran la muerte de cada uno de esos insurgentes pro democráticos. Realidad que al ser descubierta por Oscar Pérez gritó al mundo, mediante un video grabado que muestra como fueron ajusticiados por sus verdugos, los que en ningún momento recordaron su trayectoria golpista y criminal.

El código “gloria al vencedor y honor al vencido” no se respetó, razón por la cual el rostro de Pérez se inundó de sangre y, posteriormente, las fotos que circularon en las redes sociales mostraban al ex funcionario de la CICPC inerte en el piso con dos impactos de  bala en la frente y la mandíbula destrozada, lo cual delata su ajusticiamiento para asegurar su silencio sepulcral y garantizar la tranquilidad de quienes están en la cúpula del poder. La autopsia hecha tanto a Oscar Pérez, como a sus compañeros de lucha muestran su ajusticiamiento y comprueba que la orden dada fue la muerte, porque vivo sería un peligro para la revolución bolivariana. Así que una emboscada segó la vida de un hombre que creía en una Venezuela libre. “Lucho por la libertad del país, la oportunidad de un mejor mañana”, dijo un mediodía a principios de enero a través una aplicación de mensajería. “El temor de perder la vida es lo menos que tengo ahora. No es el temor de la vida, sino el temor de fracasar, de fallar a la gente”. Y por esa falta de previsión sobre sus vidas, ganó la emboscada a la cual fue sometida y destruyó con sus cuerpos, más con sus almas, las cuales estarán frente a Dios, quien dice la venganza es mía y hay de quien se meta con mis hijos

 




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