En tiempos como los que vivimos, tiempos de grandes limitaciones económicas y sociales, tiempo de emigraciones, alguien me preguntó (supuestamente confuso), si era posible (y correcto) ¡emigrar al revés! Lo primero que le dije, en respuesta rápida, fue que ¡en la vida las cosas, o casi todas las cosas y eventos, tienen un antes y un después; un derecho y su revés! De cualquier forma como se le considere, contesté al curioso preguntón que ¡emigrar es el dolor de irse a tierras, culturas y sociedades ajenas a las que nos vieron nacer; y por eso, en todo emigrar, sea al derecho o al revés, sea al salir o al entrar, hay un sufrir del gentilicio humano!

Emigrar significa hoy para muchos ciudadanos, los originales de la deprimida Venezuela actual, el intento por entrar en tierras y sociedades a las cuales no pertenecemos ni nos han invitado. Emigrar es ir a pasar las penurias de lo desconocido, y en muchos casos es llorar historias horripilantes. Quienes emigran, o los que inmigran, arriesgan las aventuras de entrar en sueños forzosos, para establecerse en mundos de incógnitas, de las cuales muchas pueden terminar transformadas en tragedias. Muchas de estas inmigraciones fueron, en su momento, sueños en la mayoría de ellos, cuando hombres, mujeres y niños, fueron los inmigrantes hacia Venezuela, de los españoles de islas Canarias.

Eran inmigrantes, que inmigraban hacia Venezuela; Muchos de los que habíamos escuchado comentar, tantas veces, y que conocimos poco a poco en nuestra infancia y juventud, de lejanos tiempos. Eran venidos de España, gente simpática, animada, trabajadora, muy parecida a los venezolanos en sus costumbres y tradiciones, y hasta en el acento con que se expresaban, en el mismo idioma que nosotros hablábamos. Formaron parte del panorama de calles, plazas, ciudades y pueblos de la Venezuela de mediados del pasado siglo XX. El aporte de estos navegantes canarios ha quedado marcado, poderoso, en la historia de la Venezuela moderna…

Corrían los años 40 del siglo XX, entre los años 1940 y 1947, cuando salieron muchos emigrantes desde Canarias, con destino a la Venezuela casi rural de entonces: hombres de trabajo, amigos sencillos, gente de pueblo, familias completas, en espeluznantes travesías marinas. En total, unos 5.000 canarios, más o menos, en unas 50 o 60 burdas embarcaciones de madera y amarras, que tenían el reto y riesgo de encontrar las oportunidades agotadas en sus tierras de origen. Penoso azar, con escasa información sobre el estado del tiempo, en los dos o más meses de travesía en el bravo océano, a razón de 60 personas en cada lanchón, apretujados, comiendo harina de gofio, y recolectando agua de lluvia para beber o asearse. Algunos llegaban a Venezuela desnutridos, con sus rostros curtidos de sal y sol, y sus ropas hechas tirones. Apellidos ilustres, de tantos que ayudaron a desarrollar la Venezuela post petrolera, provienen de esos trabajadores e hijos de esos canarios que cruzaron el “charco”, el inmenso océano Atlántico.

Pero ahora, miles de sus descendientes, o no descendientes, venezolanos por nacimiento, hacen una travesía inversa; en caravanas, a pie o por etapas, acumulando kilómetros; en plena carretera, adultos y niños, desde una Venezuela que padece las miserias jamás pensadas por abuelos y bisabuelos, se lanzan arropados por las limitaciones y la miseria. ¿Será esta una “migración a la inversa”; la que arrastra a millones de venezolanos desahuciados! ¡Lo que sí es esto es el dolor de las tierras sufridas!

Aun con todo el pesar de las miserias, nunca comparemos nuestra vida y los eventos que nos afectan, con lo vivido por los demás. ¡No debe existir esta sufrida comparación! ¡Todo temor y cada sufrir es único, y nadie debe vivirlo; todo dolor y todo miedo, también lo es! A pesar de las tragedias y sufrimientos, cada ser humano, llegado su momento, puede brillar listo para dar lo mejor. ¡Pero, necesitamos, al menos, el abrazo portador que nos traiga un minuto de gloria! “El fracaso más grande es no intentar hacer lo que habríamos podido haber hecho”.




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