Para pueblerinos como yo, oriundo de Tinaquillo, puerta de entrada a la extensa llanura venezolana, es habitual escuchar algunas alusiones no muy positivas sobre el campo cuando visitamos poblados más grandes.
En rigor, mi pueblo ni siquiera es campesino; en él viven casi cien mil habitantes, cuenta con una zona industrial, calles asfaltadas y en algún momento, casi un siglo atrás, llegó a tener cierto potencial para desarrollarse como una ciudad digna —así recuerdo habérselo leído a Roberto Briceño León en un ensayo. No obstante, nada de esto es suficiente para escapar de las etiquetas modernas y los comentarios de ciertas personas imprudentes. “¿Allá llegó la televisión a color?”, “¿ustedes se mueven en camioneta o en burro?”, “eso debe ser puro monte...”.
A pesar de su connotación humorística, muchas de esas palabras sí vienen cargadas de cierto prejuicio. Y es en este momento donde los pueblerinos abrazamos nuestras raíces. De nada vale discutir el trato humano tan característico de los campesinos o el hecho de que los problemas de la centralización no necesariamente condicionan el desarrollo intelectual de los individuos. Nada de eso hará entrar en razón al comediante citadino. Lo mejor es ignorarlo, reír el “chiste” y seguir de largo.
Sin embargo, dentro de todas esas armas argumentales que nunca se llegan a desenfundar, hay una escondida que casi siempre es ignorada, incluso por los propios hombres y mujeres oriundos de la provincia: muchos de los grandes escritores de la historia prefirieron inspirarse en el campo antes que en la ciudad.
Bajo esta idea recuerdo haber leído con mucho placer “Lituma en los Andes”, de Mario Vargas Llosa. Además de la fascinación que me produce la cadena montañosa más grande de nuestro subcontinente, me di cuenta de que una historia así solo era posible cuando el autor se inspira en el monte. Sí, la novela tiene lugar en el “monte” peruano, porque toda Latinoamérica se sostiene sobre su campesinado que vive alejado de las ciudades.
Incluso Cien años de soledad, la obra más famosa escrita por un hispanohablante durante el siglo pasado, encuentra su razón de ser en un pueblo olvidado a cientos de kilómetros de la capital. Y Gabo, más allá de sentirse insignificante por sus orígenes modestos, los aprovechó y exprimió hasta la última gota para dejar una obra extensa y valiosa, que va mucho más allá del apellido Buendía.
No quiero decir con esto que las grandes urbes no sirvan de inspiración para sentarse frente a la computadora y engendrar un texto que valga la pena —máxima aspiración de los amantes realistas de la literatura—, sino que el desarrollo espontáneo de personajes y situaciones de las localidades pequeñas les otorgan una identidad y un potencial narrativo digno de cualquier metrópoli.
En fin, ya sea en Macondo, Naccos, Yoknapatawpha o Tinaquillo, los pueblerinos —reales o imaginarios— siempre serán un ariete de la cultura auténtica, que rompe los estándares, patrones de consumo y estereotipos provenientes de otros continentes que nada tienen que ver con nosotros. Y ojalá sea así por siempre…