La Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo me regaló los mejores días del año hasta ahora, sin ninguna duda. Atravesar la puerta de la Braulio Salazar y sumergirse en un microuniverso, cuyo centro de gravedad es la literatura, resulta estimulante para cualquier amante de las letras.
En un principio me prometí a mí mismo ir dos días como mínimo. Sin embargo, jornada tras jornada sentía un impulso de volver y seguir empapándome de las charlas y del ambiente en general; de la gente hojeando ejemplares nuevos, de las conversaciones en voz alta sobre lo que es y lo que no es bueno leer, incluso del ímpetu con el que cruzaban los pasillos quienes se acercaban a explorar un mundo que en realidad aborrecían, pero cuyas fotografías eran indispensables en sus cuentas de Instagram. En otro momento me hubiera detenido a desmenuzar los adjetivos que adjudicaría a aquellos que ven la literatura como una moda sin mayor utilidad, pero esa feliz embriaguez del instante no me lo permitió…
Aunque no fue hasta que entré a las charlas y conversatorios que pude notar algo decepcionante de esta edición de la Filuc —¿lo único? Quizás—; la mayoría de los autores, editores y académicos se retiraban de sus sesiones para dejar que la multitud los engullera. Una vez allí, se convertían en un elemento más de esa masa heterogénea que no los reconocía, mientras caminaban recordando esos saloncitos en los que un puñado de personas les prestaba atención con respeto.
Por supuesto que nadie que se enorgullezca de estar involucrado en el entorno literario pretende el reconocimiento de un cantante o influencer. El intelectual sustituye el placer de la vanidad por el del trabajo bien hecho y sigue su curso en una sociedad que comprende cada vez menos. Sin embargo, si somos lo suficientemente sensatos, ¿acaso no merecen ellos una consideración distinta?
Ya los venezolanos enaltecemos a suficientes influencers que se dedican a levantar polvo en las redes sociales con opiniones infundadas y actitudes carentes de toda sensatez. Pero a estas personas, que dedican su vida al arte y a la cultura, ni siquiera les conocemos el nombre. Sí, con algunas contadas excepciones, los escritores recorrían los pasillos en silencio, solos. Iban a comer sin que nadie se les acercara a preguntar sobre su trabajo o sobre sus próximos libros. Sus voces, diversas y críticas, no fueron valoradas en su justa medida, ni siquiera aquellas que venían del exterior con una carrera exitosa a cuestas.
Por supuesto, el comité de organización de la Filuc hizo su trabajo, las presentaciones fueron oportunas y el ambiente resultó acogedor. No hay nada que reprochar a ellos en ese sentido; somos nosotros, los ciudadanos, quienes decidimos vivir de espaldas a la cultura, o al menos a esa cultura que no se vende por montones en los estantes de bestsellers de las librerías. Probablemente si estos señores hicieran libros sobre cómo hacerse millonario en dos días, no habría nadie que no quisiera indagar más en sus obras y estarían rodeados de periodistas insistentes en búsqueda de entrevistas.
En fin, poetas, novelistas, ensayistas y cuentistas recorrieron el edificio y las afueras, muchas veces sin compañía. En honor a la verdad, algunos pocos lectores se les acercaron en algún momento para pedir firmas o mantener una charla breve, pero este gesto estaba lejos de equiparar la afluencia de las salas con las fotos que se subieron a Instagram. Seguimos perdiendo terreno ante enemigos invisibles y no nos damos cuenta.