Tuve la oportunidad de conocer al maestro Alfredo Fermín en agosto de 1998.Yo comenzaba  pasantías en El Carabobeño en el área deportiva, de la mano de otro grande, Enrique “Chichi”, Hurtado. Era costumbre en el diario merendar por las tardes, tomar café con las periodistas Basyl Macías y Marbella Jiménez. Alfredo nos acompañaba con té.

Durante esas tertulias,en algunas ocasiones comentaba informaciones de mi autoría, lo cual, para mí, era un gran halago. En otras oportunidades me acercaba a su cubículo a pedir consejos o buscar algún diccionario. Fermín siempre estaba dispuesto a cooperar con sus compañeros.

En noviembre de ese mismo año me dan la noticia de mi contratación como periodista de planta. Me asignan precisamente un espacio cercano al de Alfredo, donde también redactaban Beatriz Rojas y Antonella Fischietto.Tenerlo al lado fue una gran bendición. Podía escuchar sus anécdotas diarias, crónicas del pasado y esos cuentos de Valencia que solo él conocía. También presenciar sus contrapunteos con el gran periodista deportivo Raúl Albert, un momento épico en la redacción.

En 2004 decido tomar otro camino fuera del periódico, pero siempre mantuvimos contacto y, en varias oportunidades lo invitamos a compartir con nuestros estudiantes en la Universidad Arturo Michelena. Siempre asistió con el mayor de los gustos.

La semana pasada se cumplió un año de su partida física. Ese 16 de junio de 2020, fue un momento doloroso para el gremio. En lo particular, lo lloré porque lo quise. Lo despedí recordándolo bonito. Me correspondió en conjunto con otros colegas, levantar el ataúd en dirección a la carroza fúnebre. Fueron minutos que entrelazaron muchos sentimientos. Mientras el cuerpo de Alfredo se retiraba, abracé al poeta Clemente Espinoza, quien me dijo: “Luchó, él permanecerá por siempre en nuestras vidas”. Y así es. Hoy dedico este espacio a un grande, a un amigo, a un defensor de la libertad de expresión, a un defensor de Valencia, a un sabio, a un maestro.

Devoto de la Virgen del Socorro, quiso a esta ciudad como nadie. En su columna “Hoy y después en Valencia”, además de promover espacios culturales, elevó justas exigencias cuando observaba abandono y desidia. De gran pluma, los grandes personajes de la otrora ciudad industrial anhelaban una entrevista con él. Los políticos no iniciaban una rueda de prensa hasta que Alfredo llegara, si no lo reseñaba Fermín la información se difuminaba. Criticaba y denunciaba elegantemente cuando era necesario, con respeto y ponderación.

Sin embargo, ganó una que otra enemistad. Incluso, a días de su fallecimiento, un decano de la Universidad de Carabobo, la misma institución que le confirió un Doctorado Honoris Causa, hizo comentarios malsanos en Facebook sobre nuestro colega, aunque los tuvo que borrar al rato. ¡La memoria de Fermín se respeta!

Estaba consciente de la “vida útil” del periodista. A los más jóvenes siempre repetía: “cuando estén fuera de los medios es probable que ni los recuerden, en especial las clases acomodadas que suelen ser ingratas”. A este sector lo conocía muy bien. Alfredo era invitado a todos los actos de la socialité. En esos eventos tomaba nota de todo, pues era de los encargados de escoger a fin de año, a los ganadores de una sección del diario dedicada al diseño, la elegancia, el buen gusto, la moda y la “filantropía”.

Fue un gremialista ejemplar. Incluso, participó en una plancha para elecciones del Colegio Nacional de Periodistas. Defendió a sus colegas y en momentos de dificultades, ayudó en silencio. “Somos una gran familia y hay que apoyarse”, me dijo en una oportunidad. Y en efecto, su familia periodística nunca lo abandonó en sus últimos días, en especial Carolina González, quien se convirtió en una de esas hijas que le regaló la vida.

Alfredo nunca fue el mismo desde ese 17 de marzo de 2016, cuando El Carabobeño dejó de circular. Esa jugada nefasta del régimen por silenciar al “Diario del Centro”, afectó a trabajadores y a todos los que pasamos por esa casa editora, pero para Fermín fue un golpe del cual no se recuperó.Extrañaba el olor a tinta, el encendido de la rotativa, escribir su columna, las tertulias con sus amigos dentro de El Carabobeño, su casa de siempre.

Hoy es nuestra responsabilidad mantener vivo su legado. Informar con ponderación, opinar con sólidos argumentos, defender la democracia, la cultura, la pluralidad en todos sus sentidos, la cohesión del gremio, la ciudad, el país, las causas justas.

Ese fue Alfredo, un hombre auténtico, amante del oficio, de la buena lectura, pendiente de siempre dar un espaldarazo a sus colegas más jóvenes. Seguro estoy que debe estar desde otro plano escribiendo coloridas crónicas, descansando y recordando a su isla de Margarita, disfrutando de buena charla con sus compañeros Marbellita Jiménez, Raúl Albert y “Chichi” Hurtado.




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