“Qué pequeña es la luz de los faros de quien sueña con la libertad.” Joaquín Sabina

Es un hecho que en este 2022, mientras la gente esté preocupada por llevar la comida a sus hogares, que se encuentre volteando al cielo no para afianzar una oración por un pariente que yace postrado por el medicamento que no se encuentra, o porque no llegó a tiempo a acompañarle en su agonía pues su vehículo falló, pues en ese momento estaremos empezando a subir la empinada cuesta de un año que nos convoca, con todo y los desalentadores presagios, a unir fuerza, coraje y voluntad, para salir de este régimen.

En este año que ya arrancó se hace menester dejar atrás esa etapa signada por la pesada incertidumbre, por la permanente fractura y por la perversa intolerancia que venimos de transitar en estos duros años que en fin de cuentas resultó un necesario aprendizaje, impartido por tantos dramas sociales desbordados.

Puede que sea cierto que buena parte de la dirigencia no parezca estar a la altura de una situación que requiere gestos de grandeza y no de poses para selfies o para los reporteros gráficos. Uno de los riesgos que trae aparejado la crisis que estamos viviendo, es el de pensar que la culpa, como la responsabilidad de intervenir, siempre corresponda a otros. A Guaidó, al G-4, a los políticos emergentes que sólo buscan sus intereses, a los enchufados, al vecino de al lado. En definitiva, a cualquiera que no seamos nosotros.
Pero esta crisis no es fruto sólo de los desaciertos políticos.

Es algo mucho más profundo.
Admitámoslo: vivimos a tientas. Estamos tan desorientados que ya no sabemos qué es bueno y qué no lo es. Por necesidad, por conveniencia, cobardía o mediocridad solemos confundir lo bueno con aquello que me sirve, que me es útil, que me beneficia a mí o, a lo mejor, a mi gente.

El pasado tal vez nos condicione, pero no tiene por qué tenernos atados. Sostenía Viktor Frankl, – el hombre que realmente le encontró sentido a la vida – los determinismos y condicionamientos no sólo no elimina la libertad, sino que son como la gravedad que nos permite caminar libremente por la vida. Una visión realista debe hacernos comprender que hay que asumir con responsabilidad lo que somos y tenemos, las debilidades y las cualidades, los fracasos y los logros anteriores, los cariños y los rencores, para, desde ahí, sin apartar la vista de la meta trazada, preguntarnos con sencillez: ¿a dónde queremos llegar en este año que empieza?
No es cierto que todo está perdido o que todo debería ser arrastrado por la demencial conducción de este régimen. Todo lo contrario: nuestro país tiene un enorme potencial de buena voluntad, creatividad, capacidad, solidaridad y anhelo por salir de este terrible marasmo. La cuestión es estimular este potencial, darle más espacio y confianza.

Esta es una tarea de los verdaderos políticos, de los comprometidos con el porvenir, aunque no sólo de ellos, sino todos aquellos que disienten de tanto odio y disparate; todos aquellos que no están dispuestos a renunciar al derecho fundamental de recobrar el país que le deben a sus hijos.

Si bien es cierto que hoy más que nunca se necesitan líderes políticos capaces de contribuir a definir los futuros posibles y deseables, y de acompañar a la ciudadanía en el rescate de nuestro país, no es menos cierto que toda una generación de relevo se está preparando, pues ya llega el momento de comprometerse con las acciones que permitan frenar las pretensiones de perpetuarse en el poder de un régimen que no cumplió, ni cumplirá con Venezuela.

Es la historia la que nos indica que los grandes líderes políticos surgen – o resurgen – cuando hay falta de fe y de esperanza, cuando es necesario un faro que ilumine la ruta de una nación a la deriva.

Manuel Barreto Hernaiz




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