Un migrante menor en el centro Jardins del Segria que sirve de refugio, el 30 de julio de 2019 en Lleida (nordeste de España). AFP

Vienen sobre todo de Marruecos en barcos o camiones para buscar una vida mejor pero terminan a veces en la calle o la delincuencia. Son jóvenes migrantes, cuyas llegadas han desbordado los servicios de refugio españoles, especialmente en la ciudad de Barcelona.

El gobierno indicó la semana pasada que el país acoge unos 14.000 menores no acompañados, cuando en 2016 eran 4.000. Decenas de ellos duermen en la calle o precarios campamentos en la segunda ciudad del país.

«Están deteriorados, muchos consumen cola. Y en la calle son muy vulnerables, las mafias criminales se aprovechan y los atrapan», afirma a la AFP Peio Sánchez, responsable de la iglesia Santa Anna, que regularmente permite dormir en su interior a jóvenes migrantes.

Enfrente de la capilla, en una plazoleta escondida cerca de las populares Ramblas de Barcelona, dos quinceañeros marroquíes comparten un cigarrillo mientras juegan con sus móviles.

Uno duerme en un centro. El otro, Sofiane, en la calle. Su cuerpo infantil contrasta con su aspecto duro, cicatriz en la mejilla y llamativas trenzas blancas artificiales.

Huérfano a los diez años, emigró a España escondido en los bajos de un camión. Pasó por varios centros lejos de Barcelona, donde siempre acababa volviendo.

«Mis amigos están aquí, mi vida está aquí, no me voy a ir a un pueblo», protesta.

«Hace unas semanas conseguimos convencerlo de ir a un centro pero al día siguiente volvía a estar aquí. Es un perfil complicado, muy acostumbrado a la vida callejera», lamenta Adrià Padrosa, educador de la iglesia.

«Te echan y adiós»

Un joven migrante en el centro Jardins del Segria que sirve de refugio, el 30 de julio de 2019 en Lleida (noreste de España). AFP

La mayoría de chicos que atienden no son menores, sino extutelados que al cumplir los 18 años se quedan sin protección.

Al llegar, España les otorga permiso de residencia pero no de trabajo. Este lo consiguen después de cinco años o con un contrato anual a jornada completa, complicado con un desempleo juvenil del 32%.

«Cumples 18 años y fuera. Te dan la maleta, te echan y adiós. De un día para otro te encuentras en la calle», lamenta Najib Benyaala, un marroquí de 21 años, con pelo rizado teñido de amarillo.

Atlético y sonriente, Najib practica boxeo en un gimnasio de Barcelona para personas vulnerables, un remanso de paz tras años en la calle, casas ocupadas o albergues sociales.

«La calle cuesta, es mala, te pueden pasar un montón de cosas». «Si nos dieran una tarjeta de trabajo, no estaríamos todos estos chicos por la calle», lamenta.

En Cataluña, solo un 1% tienen permiso de trabajo a los 18 años, reconoce Georgina Oliva, responsable de infancia en el gobierno regional.

«Sin esta herramienta es muy difícil», admite.

Caída en la delincuencia

Jóvenes migrantes en el el centre Jardins del Segria que sirve de refugio, el 30 de julio de 2019 en Lleida (noreste de España). AFP

Esta región nororiental, con una importante comunidad marroquí, atiende 4.200 menores migrantes no acompañados, un tercio del total.

Pese a moderarse en 2019, las llegadas a la región se multiplicaron por diez entre 2015 y 2018 (de 350 a 3.700), provocando escenas de caos como jóvenes durmiendo en el suelo en comisarías por falta de un centro.

La administración abrió 3.000 nuevas plazas pero numerosas entidades denuncian que son centros demasiado grandes, saturados y alejados de los grandes núcleos urbanos.

«Hace años que veníamos avisando pero hasta que no ha estallado la burbuja no se ha actuado», critica Axel Roura, de la oenegé Casal dels Infants que busca alojamiento a jóvenes sin hogar.

La presencia de estos jóvenes genera rechazo en algunos sectores, especialmente de ultraderecha, que los identifica como delincuentes por los delitos de algunos.

Ante estas acusaciones, Georgina Oliva subraya que más del 80% no ha cometido ningún delito y que solo «un porcentaje muy pequeño reiteradamente delinque».

«La inmensa mayoría quiere formarse, trabajar y enviar dinero a casa», insiste.

«Estoy hasta las narices del ‘vete a tu país'», estalla Najib, que lleva años sobreviviendo con trabajos en negro y ayudado por entidades benéficas.

«Dicen que los marroquíes son malos. No son malos, es que no tienen para comer y no tienen para trabajar», continúa.

«A mi me gustaría ser como todo el mundo, ir por la mañana a tomar un café al bar, sentado con el móvil, trabajando, con una casa, una familia… Pero está complicado», lamenta. AFP




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