La “ley antibloqueo” sancionada por la espuria ANC afecta a todos y a todo. Sus
disposiciones desaplican cualquier otra “cuando sea necesario” y tienen “aplicación
preferente” a cualquier otra norma de la República, independientemente de su jerarquía.
Con efectos retroactivos y mecanismos excepcionales de contratación y privatización,
“confidencialidad”, elimina los controles. Y a contravía de la Constitución, atribuye al
Consejo de Estado competencias que no tiene. Es la consecuencia de una noción del poder
político que tiene años en desarrollo en nuestro país. No es una regresión nueva, pero sí
muy grave.

Perderíamos el tiempo discutiendo si en efecto esto es una revolución. Lo importante aquí
es la autoimagen de sus agentes y por lo tanto su propósito. Este dato es más relevante
porque ese grupo y sus políticas han permanecido en el poder veintiún años, con progresivo desconocimiento progresivamente las bases y estructuras democráticas del Estado venezolano.

Las revoluciones tienen una primera fase destructiva del orden precedente y al
consolidarse cuando, pasan a formalizarse dictando su constitución, como ocurrió en los
casos cercanos de Cuba y Chile, naciones latinoamericanas que han experimentado
revoluciones de distinto signo.

La venezolana es una revolución de constitucionalización temprana lo cual condicionó su
desarrollo. Las colisiones entre la intención del poder y las normas regulatorias sus actos, se resolvieron de facto con un “principio”: En caso de duda, a favor de la revolución.
Del discurso a la medida de los designios del poder a la jurisprudencia del TSJ en aval de
actos del Ejecutivo contra decisiones de los votantes a nivel regional y local o al permitir la
implantación vía legislación de la reforma constitucional negada en referendo de 2007. Con
la reacción al resultado electoral parlamentario de 2015 y las sucesivas sentencias contra la
representación popular se hace obvia e indisimulable y continúa en 2017 en la
inconstitucional convocatoria a otra ANC.

Se afinca en tres bastiones: (1) La preeminencia de los objetivos del régimen por sobre las
reglas constitucionales de la democracia; (2) La preeminencia teórica de los Derechos
económicos y sociales por sobre todos los demás derechos reconocidos y garantías
establecidas en la Constitución; y (3) La resistencia a aceptar la separación y distribución
constitucional de poderes.

Ugalde aprecia una “Capitulación” por parte de la Revolución Socialista al analizar esta
“ley”, con base en el giro anunciado hacia la asociación con capital privado nacional y
extranjero e incluso la privatización. Ese viraje pragmático, estimo, no renuncia a la
arbitrariedad discrecional que es el rasgo definitorio del sistema político. Lo predecible es
que sus sociedades sean con extranjeros provenientes o relacionados con países aliados, con nacionales “de confianza”, conectados o “enchufados” o con grupos de cualquier parte,
proclives a la aventura especulativa y el aprovechamiento de oportunidades con alto riesgo.

El estatismo ha sido una constante y es una vocación, pero puede sacrificársele, acaso
coyunturalmente, en el altar de la permanencia en el poder que es prioritaria. De un poder
que se concibe y se ejerce sin sujeción a reglas ni reconocimiento de otros límites que los fácticos.




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