“El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”. Arnold Toynbee

Además de las adversidades que cotidianamente se nos presentan, desde evitar el flagelo de la pandemia, hasta lidiar con los embates de la sempiterna hiperinflación, aderezadas con esa lucha desordenada, envuelta en ese caos de hechos e ideas, ante lo provisional, que parece transformarse en definitivo, y lo definitivo, que no deja jamás de ser provisional, asistimos con cansancio, más que perplejidad, al sempiterno espectáculo de la confrontación política entre pares.

Los resultados de las últimas encuestas de opinión nos indican que la sociedad civil no se siente ni quiere ser representada por los partidos existentes. La desconfianza, la trayectoria y el descrédito de las organizaciones políticas provocan brechas y resistencias a actitudes de cooperación -no de cooptación- que contribuyan a fortalecer la indispensable UNIDAD.

Cuando la sociedad percibe a los políticos como actores de un teatro ajeno a sus intereses e inquietudes, pierde la confianza en ellos, refugiándose, lamentablemente, en el escepticismo y la apatía social. Su alejamiento de la participación política -incluyendo la electoral- es aprovechado con facilidad por esos portadores de propuestas demagógicas, que explotarán el sentimiento de inseguridad generado por el propio sistema. No resulta fácil establecer qué demandan esos ciudadanos que parecen hastiados. Algunos quieren simplemente gobernabilidad; otros esperan mejor calidad institucional; casi todos esperan bienestar y piensan que está en manos del régimen proporcionárselo.

Si bien es cierto que la mayoría se ha declarado cansada de la manera habitual en la conducción de la política nacional, sí es comprensible esa desidia o desconfianza ante la afirmación aristotélica de que la virtud y la felicidad de los individuos se logran precisamente haciendo política, busquemos entonces la forma de cambiar el concepto imperante de lo político con la convicción de que el hombre es realmente un zoon politikón, y dejemos a un lado esa creencia de que los ciudadanos se abstienen de la política porque ignoran pertenecer a esa especie, creencia que falazmente expresa que esos ciudadanos son virtuosos y felices, precisamente por su ignorancia o su proceder apolítico.

El desinterés por la política ha sido responsable en buena medida de la desgracia que nos acompaña desde hace más de dos décadas con la llegada y atornillamiento del régimen en el poder.

No tenemos más opciones para salir democráticamente de este atolladero que la de convertirnos en una sólida sociedad civil, organizada y deliberante, unida y decidida, deslastrándonos de esos cepos que se han alojado en nuestras conciencias aturdidas por tantos mensajes pesimistas y de postergación, y hasta deformadores de la realidad, que de manera inexorable se nos presenta.

El futuro, según lo ha demostrado la historia, es siempre el cambio y transformación social; y el llamado es a todas y todos a que se muevan con el poder de sus convicciones y no con la inercia de las circunstancias. Sin organización política no se puede alcanzar el gobierno y mucho menos el poder. Y sin gobierno y sin poder no se puede transformar la sociedad.

Así las cosas, el ciudadano tiene la obligación como tal, además de participar en política de entenderla, de ser consciente que está en juego su vida, su futuro y el de los suyos; y también debe saber distinguir lo bueno de lo malo, cuando lo están manipulando y sobre todo cuando lo están engañando, debe crear un criterio propio y compartirlo con los demás, debe saber analizar y cuando se decida a criticar debe hacerlo con responsabilidad, porque sin saberlo en ese momento está “haciendo política”.

Manuel Barreto Hernaiz




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