Esta semana entrante culmina el año litúrgico en la Iglesia Católica. Cada año civil, a finales de noviembre, se presenta la solemnidad de “Jesucristo Rey del universo” como la fiesta que termina todo un ciclo de lecturas evangélicas conectadas entre sí, de manera pedagógica, y presentada a los fieles para la reflexión y la meditación personal y comunitaria. El fin de semana siguiente comienza un nuevo ciclo con el primer Domingo de Adviento, que preparará la fiesta de la llegada del Mesías al mundo, celebrada con la festividad de la Navidad.

En esta oportunidad, el evangelio de Lucas nos presenta un episodio en el marco de la Pasión de Cristo. Jesús, en la cruz, reparte misericordia y salvación a quien está dispuesto a aceptarlo con sincero corazón. El contraste de la actitud de quienes lo rodeaban se coloca en clara contradicción con aquello que Dios quiere para promover la sana convivencia entre los hombres. Mientras el Salvador del mundo moría, los soldados se repartían sus ropas echando suertes. Otras personas pasaban por allí y se burlaban, eran éstos los jefes del pueblo, dando, pues, un triste ejemplo de falta de respeto y desconsideración. Sus palabras eran duras: salvó a otros, que se salve a sí mismo, si es que de verdad es el enviado de Dios.

Lo retaban diciéndole también que se salvara a sí mismo, si es que era el rey de los judíos

La inclemencia demostrada por algunos del pueblo se verá sobrepasada por la demostración de misericordia de Jesús en el propio momento de su muerte. Pero, mientras tanto, también lo soldados se montaron en el autobús de los improperios. Lo retaban diciéndole también que se salvara a sí mismo, si es que era el rey de los judíos, porque, en efecto, encima de su cabeza, estaba clavada en la cruz una inscripción que decía: “Éste es el Rey de los judíos”.

Las burlas no cesaban. Uno de los ladrones crucificados con él le decía que se salvara a sí mismo y a los que morían con él. Pero en ese momento, el otro ladrón reprendió a su compañero diciendo: “¿Tú, que estás en el mismo suplicio, no temes a Dios? Nosotros lo tenemos merecido, pero él no; no ha hecho ningún mal”. Luego hizo una petición a Jesús: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Acordarse significa tener piedad, olvidar todo lo pasado y comenzar de nuevo; esto es posible cuando hay verdadero arrepentimiento, como lo demostró uno de estos ladrones crucificados al lado del maestro de la bondad y de la predicación del reino.

Jesús le arranca al mal una victoria y pronuncia las maravillosas palabras: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”.




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