Tenemos derecho a casarnos con ideologías políticas, religiosas y de cualquier otra índole, tomando en consideración que el ser humano tiende a interpretar procesos sociales desde posturas relacionadas a sus formas de pensar. El problema desde mi perspectiva radica, en cuando ese conjunto normativo de creencias impide ver la realidad, nos conviertenen personas ciegas, seres autómatas que no piensan por sí solas y van perdiendo el carácter reflexivo.

Este tipo de personajes abundan en Venezuela y Latinoamérica en general. Recuerdo a una compañera argentina, por ejemplo, que en una oportunidad me expresó preocupación porque de acuerdo a su opinión, “la izquierda podría perder Venezuela”.

Le consulté si conocía la realidad del país, si lo había visitado, si ha recorrido nuestros barrios. Me contestó que hace unos años visitó los Roques, que le pareció el paraíso en la tierra. Le respondí que con esa referencia no podía discutir con ella, porque su visión del contexto venezolano obviamente estaba distorsionada.

Aconsejé que si regresaba a Venezuela visitara Caracas, en especial los sectores populares. Que recorriera otras ciudades y conversara con la gente. Que una vez que lo hiciera, me sentaba a debatir, pues ni yo he visitado el archipiélago por lo costoso que resulta para cualquier ciudadano de este país.

Ella interpretaba la realidad desde la comodidad de los libros. No volvimos a tocar el tema.

En el plano nacional ocurre algo similar, aunque con menos rigor intelectual. Muchos dicen ser de izquierda, pero en su vida han leído la Ideología Alemana y practican una solidaridad automática que a veces asquea.

Apoyan irrestrictamente a un gobierno cuyas políticas públicas desmejoran día a día la calidad de vida;aplauden automáticamente cuando se les pide; siguen asistiendo a las reuniones del partido a sabiendas que los jerarcas viven como reyes y la base solo les sirve cuando deben buscar votos. Están casados con postulados y propaganda roja, de esa que mutila las capacidades críticas que nos caracteriza como especie humana.

Del otro lado ocurre algo similar. Se convierte en mesías a dirigentes que juegan con las esperanzas de sus seguidores, razón por la cual gozan de un descrédito sin precedentes en sectores de oposición. Se evidencia en ambos casos que los problemas de un país no se reparan con propaganda ideológica sino con buenos gerentes.

Más allá de las diferencias, necesitamos líderes conciliadores, que sean capaces de reunificar a un país fragmentado, polarizado y lleno de odio. De eso se ha encargado el discurso político y la represión característica para quien piense distinto.

Las persecuciones a la disidencia y el uso de leyes para justificar encarcelamientos sirven de evidencia suficiente. Aboguemos entonces por mejores gerentes públicos y menos charlatanería ideológica.




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