Sonaba bien aquel mantra que decía cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres. En ese orden. Sin alterar la secuencia porque se perdía el espíritu y el significado. Se perdía la noción de que para cumplir un paso hacía falta que el anterior se hubiese completado. O dicho de otra manera, y ratificando lo que hoy sigue siendo cierto, que sin un gobierno nuevo no podía haber elecciones limpias, pues el chavismo no es capaz -porque no quiere y probablemente tampoco puede- de garantizar un proceso electoral en el que un voto vale un voto, los fantasmas se quedan en sus sepulcros y el conteo es transparente y limpio.

El mantra se quedó atrás y pareciera que nadie lo recuerda, en esta Venezuela de memorias cortas y entusiasmos breves. No obstante su fuerza y su lógica aplastante, se cedieron los dos primeros pasos sin obtener nada a cambio. A pesar de que más de 7 millones de venezolanos le dieron su voto en 2017, todo quedó como otra más de las intenciones, mapas de ruta y promesas que sonaron muy bien y le dieron a la gente sentido de lucha y propósito por un rato pero nunca llegaron a dar frutos. Como aquello de que el régimen duraba 6 meses luego de las elecciones de la AN de 2015. O el revocatorio que murió en 2016.

Ahora la pelea va por mucho menos. Será un enfrentamiento de negociadores para ver si se logra asegurar la celebración de “elecciones libres y justas y garantías para todos”, según ha expresado Juan Guaidó en su cuenta de Twitter. No se sabe si las elecciones regionales seguirán en pie para el 21 de noviembre próximo, como quiere el gobierno, o si se irá por las presidenciales o cuáles son las aspiraciones de cada bando. Lo que sí parece claro es que no cesará la usurpación y no habrá gobierno de transición, a menos que sucedan eventos extraordinarios que no están en ninguno de los mapas conocidos.

Se prepara la primera ronda de diálogo en México para la próxima semana, y se habla inclusive de firmar una carta de intención antes de pasar a temas mayores. Pero el régimen no da muestras de mejoría por ninguna parte. Sigue encarcelando gente a sus anchas –el dirigente de Voluntad Popular Freddy Guevara es su más reciente trofeo- y anuncia 6 ceros menos para la unidad monetaria (un bolívar prechavista será igual a 10 elevado a la 14 bolívares de hoy). Los 6 millones de refugiados no regresan ni votan, porque no hay servicios ni comida ni medicinas. Las sanciones, supuestamente el punto más débil de la dictadura, se violan a diario por múltiples caminos verdes, marrones y azules mientras los ingresos por negocios ilícitos (estimados en 15 mil millones de dólares en 2018) le permiten a la nueva oligarquía vivir a sus anchas y mantener el control del territorio. O sea, el chavismo continúa su labor de destrucción, los noruegos vuelven como mediadores y las negociaciones comienzan con un mantra chucuto. Unas discusiones electorales en las que el poder verdadero, el que importa, no estará en juego; y si ese poder se pretende tocar ya se sabe: el chavismo botará tierrita. Un cuento ya escuchado, con algunos protagonistas nuevos, un anfitrión distinto y muchas dudas entre pecho y espalda.

¿Qué saldrá de este nuevo encuentro? Quizás algunos compromisos que el régimen no piensa cumplir. Como, por ejemplo, hacer las elecciones regionales este año y programar las presidenciales en 2022 para llegado el momento comenzar a arrastrar los pies hasta llegar a 2024. O quizás no quede nada, excepto el mal sabor y la evidencia de que las discusiones con los cañones rara vez se ganan con palabras. Como dijo Isaiah Berlin en una entrevista al intelectual mexicano Enrique Krauze: una minoría dura frecuentemente triunfa sobre una mayoría blanda.




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